Por Gustavo González |
El sentido común indicaría que es peligroso mezclar salud y elecciones. Pero es común que se hagan cosas que no tienen sentido. Basta observar la agresividad que está alcanzando la grieta.
Solo en las últimas horas, el Presidente trató de “imbéciles” a ciertos opositores. La vicepresidenta los llamó “barrabravas”. Máximo Kirchner habló de oposición “loca” y “cruel”. Mario Negri le respondió a Alberto Fernández que era un “barrabrava”. Cachanosky comparó al Gobierno con una dictadura y Hugo Yasky le respondió que era “un viejo pelotudo”. El hermano de Santiago Maldonado trató de “rata” a Patricia Bullrich y Bullrich llamó analfabeto a Kicillof.
En las últimas semanas, hasta hubo agresiones físicas. En Chubut atacaron una camioneta en la que viajaba el jefe de Estado y un auto en el que iba el ministro Trotta. En el Congreso, el diputado del FdT, Carlos Vivero, agredió de hecho a Fernando Iglesias, y el actor Coco Sily amenazó al diputado del PRO con “cagarlo a trompadas”. Iglesias venía de llamar ladrón de vacunas a Alberto Fernández, y de calificar de “loca” a su colega Gabriela Cerrutti y de “Piñón Fijo” a Ofelia Fernández.
La violencia verbal y física degrada a quienes la ejercen y, cuando se trata de representantes políticos, nos degrada a todos.
Cambió todo. Hace un año, sin campaña a la vista, el comienzo de la pandemia había logrado abroquelar a la mayoría de la dirigencia detrás del objetivo común de protegerse de una enfermedad desconocida.
Alberto Fernández, Larreta y los gobernadores se rodearon de un grupo de epidemiólogos y coincidían en que había que “priorizar la salud sobre la economía”. Más allá de que, como se intentó explicar varias veces desde esta columna, se trataba de una alternativa ilusoria (tanto la crisis sanitaria como la económica arrojan víctimas fatales), lo importante era que escenificaban un sistema de contención institucional frente a una sociedad conmocionada.
En línea con lo que se decidía en el mundo, también aquí el consenso general indicó que para frenar el virus había que cerrar la economía.
Por esos meses, había menos de 2 mil contagios diarios. El pico de la primera ola fue el 21 de octubre, con 18.326 casos.
Hoy se reconoce que, más allá de aciertos y errores, esa política dio tiempo a robustecer el sistema de emergencia sanitaria.
Ahora todo cambió. No solo las cifras, sino la reacción frente a ellas. El jueves, con más de 20 mil casos por día, Fernández anunció restricciones que, en comparación con las de 2020, fueron mucho más flexibles. Larreta acompañó como siempre la aplicación de esas medidas, aunque se diferenció de las limitaciones para circular.
Pero lo que siguió desde entonces fue ese incremento del clima de emoción violenta. Hubo opositores sin responsabilidad de gestión territorial, que hasta instaron a no acatar las medidas. Igual que algunos comunicadores. Es cierto que espejan a una parte de la sociedad que siente lo mismo, agotada psicológica y económicamente, pero quienes ejercen algún tipo de liderazgo social tienen la obligación de manejar y ayudar a manejar la incertidumbre.
Sacados. Que políticos y periodistas sean los descontrolados es preocupante. Porque la mayor parte de los argentinos tiene menos herramientas económicas y culturales que ellos para soportar lo que pasa. Si ellos aparecen sacados, qué le queda al resto.
Hay quienes aseguran que la solución no pasa por cerrar la economía ni limitar la circulación sino, simplemente, por comprar más vacunas y vacunar rápido.
Todo puede sonar razonable, pero ¿por qué se cree que el Gobierno no compró más vacunas, sabiendo que cuantas más consiguiera y más pronto vacunara, más rédito electoral obtendría (sin hablar de las eventuales motivaciones morales)?
Las respuestas que se escuchan señalan la ineptitud para negociar, la corrupción o la simple maldad, porque “lo único que les importa a los kirchneristas es vacunar a los suyos”.
Pero lo cierto es que la falta de vacunas es el gran problema mundial. Claro que tenemos derecho a exigir igualarnos con los que mejor lo están haciendo, como Israel o Chile, pero la comparación debe ser general.
Esta semana, Chequeado.com presentó un interesante trabajo que compara la vacunación local con la del resto del mundo. El país ocupa el lugar 22° entre 151 por cantidad de dosis aplicadas. Por cantidad de vacunas aplicadas por millón de habitantes, ocupa el número 59°. Por dosis administradas cada 100 habitantes, está cerca del promedio sudamericano y un 10% arriba del mundial. Cuando se mide por la aplicación de una dosis, el país está 9% por encima del promedio sudamericano y mucho más por arriba del mundial.
Dejando de lado las pasiones de la grieta, con los datos reales parece difícil afirmar que el país es el gran modelo de éxito internacional. Pero tampoco reflejan la verdad quienes lo califican de rotundo fracaso.
Qué hacer. Los más de 20 mil casos diarios del inicio de la segunda ola son diez veces más que los 2 mil del inicio de la primera ola. Ahora, la única pregunta que habría que intentar responder sin alterarse es qué hacer, cuál es el mejor camino para lidiar a la vez con la pandemia sanitaria y con la económica.
Uno de los jefes de distrito más importante del país reconoce en privado qué es la incertidumbre: “El gobierno nacional y quienes nos toca gobernar hacemos lo que podemos con lo que nos dan. Y lo que nos dan es una cantidad de vacunas insuficientes, porque la producción a nivel mundial es insuficiente y los países en donde se producen presionan a sus laboratorios para que privilegien a sus ciudadanos. No se trata de no querer, se trata de no poder”.
Si con la multiplicación de contagios y de récords de muertes, las medidas sanitarias de contención son claramente menos estrictas que cuando el virus afectaba diez veces menos, y aun así generan tanto rechazo, la duda es qué va a pasar con la curva de contagios y cómo seguir.
Los epidemiólogos creen que con las medidas anunciadas no alcanza. Pero hay una parte de la sociedad para la que el miedo a perder el trabajo o a cerrar su empresa puede más que el miedo al covid. El recuerdo de los más de 3 millones de empleos perdidos el año pasado y las 22 mil firmas que cerraron es una pesadilla que nadie quiere revivir.
Hoy solo tienen claro qué hacer los que sufren cegueras paradigmáticas. Para el resto, nada es claro y debemos, todos, volvernos especialistas en gestionar la terrible incertidumbre de un futuro nunca más incierto.
Puede no ser fácil, pero quienes gobiernan tienen la obligación de encontrar la mejor relación posible entre salud y economía. Desterrando los insultos y con la heterodoxia suficiente para entender que la política y las medidas económicas deben atemperar los efectos negativos de las restricciones y no agravarlos.
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