lunes, 19 de abril de 2021

Furor y anarquía


Por Sergio Sinay (*)

Un gobierno sin autoridad y una sociedad anómica no pueden integrar un equipo homogéneo y eficiente a la hora de afrontar una emergencia o una crisis. Mucho menos generar una visión común o un propósito convocante. Ni la autoridad emana automáticamente del cargo o rol de una persona, ni la anomia se produce de un día para el otro. 

Empecemos por la autoridad. Hay un nexo íntimo entre ésta y el respeto. Aquella emana de éste. El verdadero respeto se cosecha a partir de la coherencia entre los valores que se predican, las acciones que se ejecutan y el modo en que las palabras tienen el respaldo de la conducta. Esto vale para un padre, para un jefe, para un amigo, para la pareja, para un gobernante. Sobre estas condiciones se construye la autoridad moral. La que carece de ellas es una autoridad solo formal. La primera se instala y funciona de un modo lógico y natural. Es fruto de una secuencia. La segunda para poder ser ejercida necesita de la fuerza, de la imposición. Quienes acatan la autoridad moral lo hacen por respeto y convencimiento. Quienes obedecen a la autoridad formal lo hacen por miedo o por interés. Erich Fromm analizó esto en profundidad en El miedo a la libertad, una obra señera, y explicaba lo siguiente: “Comprender la autoridad en los dos modos depende de reconocer que la autoridad es un término amplio con dos significados totalmente distintos: puede ser racional o irracional. La autoridad racional se basa en la capacidad, y ayuda a desarrollarse a la persona que se apoya en ésta. La autoridad irracional se basa en la fuerza y explota a la persona sujeta a ésta.”

La anomia, a su vez, puede ser resultado de un natural impulso transgresor que nunca alcanzó a ser cincelado por eso que Freud llamaba cultura, un proceso por el cual la vida en sociedad nos confronta con la existencia de un mundo externo que se opone a nuestros deseos y pulsiones primarias (el principio de placer), y nos instala en el principio de realidad. Un camino doloroso, pero inevitable para la madurez personal y para la existencia y funcionamiento de la sociedad y, finalmente, de la civilización. Las sociedades inmaduras, compuestas por una masa crítica de individuos inmaduros, nunca completan ese proceso y se enfrentan al principio de realidad (sostenido por reglas, normas y leyes) a través de la anomia. Esta también puede ser producto de una reiterada comprobación, a través de la experiencia, de que las reglas, normas y leyes no se cumplen ni respetan por parte de quienes deben velarlas y honrarlas en primer lugar, o que su aplicación es inequitativa, tendenciosa y perversa.

La autoridad de un gobernante queda reducida a lo formal cuando, en una situación de extremo riesgo, dice y se desdice a diario, promete lo que no cumple, sale rápidamente de sus casillas si se le señalan sus contradicciones, no acata los protocolos que dictamina para el resto de la sociedad y rinde cuentas y pleitesía a alguien que formalmente debería ser su subordinada. Se debilita aún más cuando termina enojándose con los gobernados enrostrándoles una irresponsabilidad que no se diferencia de la propia, pues ha sido visto varias veces incumpliendo los protocolos en reuniones partidarias, en celebraciones de victorias de candidatos de otros países, en abrazos a cara descubierta con señores feudales que gobiernan provincias. Si a esto se agrega una sociedad que ya era anómica antes de la emergencia y que ahora va a la deriva en un mar de depresión, agobio, incertidumbre, devastación económica y ausencia de una visión común capaz de motivarla, el resultado está en las cifras que deja día a día la segunda ola de coronavirus. Errico Malatesta (1853-1932), figura cumbre del anarquismo que vivió entre 1885 y 1889 en la Argentina y murió perseguido por Mussolini, decía: “Anarquía significa sociedad sin autoridad”. Y proponía esta idea de autoridad, hoy ausente aquí: “Hecho inevitable y benéfico de que quien mejor entienda y sepa hacer una cosa logre que se acepte su opinión, y sirva de guía a aquellos que son menos capaces que él.” Algo que en Argentina no se consigue.

(*) Escritor y periodista

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