domingo, 18 de abril de 2021

Foucault y el crepúsculo de los dioses

 Por Tomás Abraham (*)

Se dijo de Michel Foucault que le gustaba ir a San Francisco, California, porque podía practicar libremente su afición sadomasoquista en saunas y otros locales del mismo rubro. Este tipo de placer permitía comprender – de acuerdo con un determinado género de lectores– que su filosofía estuviera fascinada por el tema del poder.

De acuerdo con un determinismo psicológico de tradición forense, afirmaban que solo un individuo que goza con el castigo corporal podía escribir Vigilar y castigar. 

Ahora la denuncia de Guy Sorman sobre sus escapes hace medio siglo con niños al cementerio de un pueblo tunecino podrá ofrecernos la clave interpretativa del autor de El uso de los placeres, el libro en el que estudia la pederastía en la antigua Grecia y los amores entre adultos y lo que se tradujo por “muchachos”, relación nuclear del nacimiento de la filosofía occidental acorde con la idea de la “phylia” o amistad.

Hay quienes no toman en cuenta que la máquina de soplos pensantes tiene un alto grado de autonomía y que la personalidad de un ser humano es balcánica, no consideran que la obras son depósitos de energía y el lenguaje una fuerza motriz. Y como el talento es un bien escaso, como todo don que se entrega después de pulirlo cada día, buscan en la vida de los autores miserias que siempre encuentran.

Entregamos una muestra mínima de este tipo de exégetas.

Después de estrangular a su esposa Helen, los detractores de Louis Althusser también encontraron la llave maestra de una hermenéutica posible para verificar que su estilo riguroso y asfixiante, empañado de deberes teóricos y cortes epistemológicos, ocultaba a un depresivo bipolar capaz de cualquier crimen.

Los hastiados por el anarquismo deseante de Gilles Deleuze, descubren que se suicidó desde la terraza de su edificio porque buscaba el aire que le faltaba, un aire del que hablaba en sus elucubraciones sobre las líneas de fuga, las ventanas y los paseos del esquizo. Su nomadismo ventilado no era más que la consecuencia de una tuberculosis mal curada.

Ni hablar de la virilidad del pope del existencialismo, Sartre, varón y fiscal de su tiempo, que la lupa del detective descubre como cónyuge asexual de Simone de Beauvoir, pegado a su mamá, un ser enamoradizo que ante las mujeres adoptaba la actitud de un ser diminuto y lechoso después de escribir La náusea.

Hablemos de Nietzsche, el abandonado por Lou Andreas Salomé y Paul Reé, que les escribe cartas de despecho plagada de insultos a sus ex amigos y se consuela con infusiones de opio en un hotel de Génova mientras alucina al increpador Zaratustra que lo venga del desamor de sus semejantes. O de Marx, que les exige a sus hijas que se casen con un hombre rico y no con uno de esos intelectuales que sueñan con mundos imposibles como ese yerno que escribió un encomio a la pereza.

¿Seguimos con el divino Jean Jacques quien metódicamente depositaba a sus hijos en la calle mientras escribía su inmortal tratado pedagógico Emilio? ¿Con un psicópata como Bertrand Russell, por si alguien quiere corroborarlo en la biografía en dos tomos escrita por Ray Monk, biógrafo, además, del maestro pegador Ludwig Wittgenstein, y de Robert Oppenheimer, el científico puritano padre de la bomba sobre Hiroshima?

Dejo de lado a Heidegger porque ya es un lugar común.

Dios nos salve y guarde de los canceladores y de los herederos de la caza de brujas, administradores del índex, inspirados por los linchadores KKK del Missisipi. Hablando de Dios…. San Agustín: por favor presentarse en Comodoro Py, a dar cuenta de las tentaciones confesadas con su madre Mónica.

Esto del “lawfare” se ha expandido en demasía.

Estos antecedentes pueden ser muy interesantes para lectores graduados en la prefectura de policía, pero ¿violar niños tunecinos sobre tumbas? ¿En qué quedamos Foucault? ¿No nos habías enseñado que en la antigua Grecia el trato de los filósofos con los muchachitos exigía un arte del cortejo, un cuidado extremo de su reputación, y por si esto no fuera suficiente, una sublimación que los llevara de las pasiones a la búsqueda de la verdad guiados por un maestro desinteresado y dueño de sí? ¿Acaso no nos describiste una sociedad en la que la sexualidad entre varones era parte de la preparación tanto para la guerra como para la acción política, Indisociable de la formación del ciudadano?

No quisiera estar en la piel de Guy Sorman, cinco décadas guardando el secreto de una escena que ni el otro divino, el Marqués de Sade, o Pasolini, hubieran imaginado en los macabros castillos o en la república de Saló.

Conocí a amigos de Foucault, me los he cruzado, les tengo confianza, siempre me han hablado de un verdadero señor, un caballero generoso, discreto, cuidadoso, así me presentaban a mi profesor allegados como Paul Veyne, Arlette Farge, François Ewald y Daniel Defert, y las pocas veces que lo vi en clase, y en la breve conversación que tuve con él, corroboré esa imagen. ¿Pero puedo acaso descartar esa escena abominable del pequeño pueblo tunecino en que Foucault cometía atrocidades mientras los estudiantes de París levantaban barricadas?

Hace dos años publiqué mi último libro sobre Foucault y en un capítulo me remito a un coloquio grabado que tuvo con antipsiquiatras en las que conversaban alegremente sobre la licitud de tener relaciones sexuales entre adultos y niños. David Cooper pensaba que una vez demolido el sistema capitalista, las relaciones con los pequeños serían libres, felices, más aún porque con esa demolición también se derrumbaba el patriarcado.

Escribí que Foucault es mi maestro, pero yo no soy su discípulo y menos aún cuando participa de un aquelarre en el que un par de lascivos imaginan relaciones sexuales con niños a las que califican de consentidas. Les pregunté en ausencia si luego de sus extáticos orgasmos qué pastillas les daban a los niños para poder compartir con ellos su feliz relajamiento.

La idea de que los niños también seducen a los adultos y que hay que dejar de lado la épica del niño mártir como se decía en aquel encuentro es una aberración de nihilistas de salón. Puede valer como experimentación teórica, pero en cuanto a su puesta en práctica es una violación.

¿Desde cuándo creemos que los grandes hombres, a quienes llamo ”mis héroes”, son seres intachables, de una moralidad inmaculada, que prolongan la siesta del lector idealista? Thomas Bernhard, otro intratable, decía que la filosofía y los filósofos nos interesaban por su fragilidad, “porque son absolutamente desvalidos”.

Hay quienes aún se preguntan cómo un psicoanalista tiene determinados traspiés siendo un docto en mecanismos inconscientes, o no se explican cómo un distinguido historiador hace tan pobres análisis del presente. Nuestro narcisismo no soporta que el prójimo no nos devuelva una imagen de coherencia o de autenticidad sin fisuras.

Aquellos años setenta fueron agitados. Foucault para coquetear con jóvenes maoístas los adulaba y los bendecía en su proyecto de suprimir el sistema judicial y crear tribunales populares para ajusticiar delincuentes, traidores y burgueses. Por suerte para él, con los años se calmó, y nos entregó libros y cursos maravillosos que rejuvenecieron a la filosofía, a la vieja madre de las ciencias, de solemne y anacrónica, la convirtió en misteriosa y bella.

Guy Sorman dice que se calló porque Foucault era un dios custodiado por arcángeles, habrá sido un dios para él, porque para los sartreanos era un académico tecnócrata al servicio de la burguesía, para los althusserianos un ignorante que desconocía la revolución teórica de Marx, para los lacanianos un pasatista que comparaba a Tertuliano con Freud y al confesionario con el diván, para los socialdemócratas como los habermasianos un premoderno nietzcheano que se luce con primitivismos a la moda, para la gente bien es un posmoderno para quien todo vale en la era del vacío, para los republicanos un “pujadista”, es decir un pequeño burgués al filo del fascismo, para los demócratas un irresponsable que en sus viajes a Irán apoyaba al Ayatolah Khomeini, para los positivistas otro literato a la francesa con mucha manteca y poco estofado, dejo las sobras para las feministas.

¿Un dios? Más bien un diablo.

En 1985 cuando se inició el CBC en la UBA el Consejo Superior de la Universidad me exigió que suprimiera de mi programa el tema de la pederastía y la filosofía en la Antigua Grecia de acuerdo a los últimos libros de Foucault que traducíamos en el Colegio Argentino de Filosofía. Mi terquedad en no cambiar ni una coma de lo que quería enseñar y una movilización estudiantil impidieron mi expulsión solicitada por los académicos y editorialistas de diarios muy serios, flamantes adalides progresistas de la democracia reciente. Así pude disfrutar de la divulgación del genial autor de Las palabras y las cosas y El nacimiento de la locura en la época clásica durante treinta años.

Los censores de hoy no son los primeros.

Los libros El uso de los placeres, El cuidado de sí, y los cursos que preparan estos textos dictados por Michel Foucault desde Subjetividad y verdad (1980) hasta El coraje de la verdad (1984), constituyen, desde mi punto de vista, la palabra más excelsa de la filosofía contemporánea.

En su lecho de muerte, en el hospital enfermo de sida, Foucault corregía las galeras de sus últimos escritos mientras pedía que su mentor Georges Canguihem, un héroe de la Resistencia, le enseñara a morir. Foucault no era Sócrates, que sabía cómo morir porque pensaba que su alma era inmortal. En su caso, como en el de todo gran filósofo que no es sabio ni santo, su alma son sus libros, y sus lectores.

(*) Profesor Emérito de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires

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