Por Pablo Mendelevich |
Suele haber dos enfoques sobre el poder y la comunicación. Por un lado se dice que ambos son indisolubles. Gobernar es comunicar, exageran unos con reminiscencias alberdianas. Otros entienden que la comunicación es una disciplina independiente, auxiliar, entronizada ahora como ciencia. Quizás las interpretaciones semiológicas del discurso sean una ciencia. Pero si un asesor percibe suculento honorario por conseguir que al orador se le humedezcan los ojos justo cuando habla de los padecimientos del pueblo, más que ciencia la comunicación sería, digamos, una disciplina técnica.
En todo caso, está visto que para los gobernantes la comunicación tiene las más variadas aplicaciones. Y primero que nada sirve como chivo expiatorio. Cuando algo sale mal nadie dice “nos equivocamos, hicimos las cosas mal”. Para eso está el accesorio estrella: “hicimos todo bien, sólo que no lo supimos comunicar”. Exención de responsabilidades de espíritu interdepartamental que, sin embargo, tiene competencia desleal. Las culpas, la malicia, la hiel, el daño, les son cargadas en forma pertinaz a “los medios de comunicación”, supuesta entidad pétrea, conspirativa, de potencia infinita y diversidad aplanada. La última expresión de esta tendencia hasta permite celebrar la plena inexistencia de la corrupción. Los corruptos, se sabe por fin, son un invento de los hediondos medios en ocasión de confabularse con jueces y fiscales.
El caso de Alberto Fernández parecería abonar la teoría de la indivisibilidad entre gobernar y comunicar. Lo sugiere la paridad de los resultados, aunque los partidarios del gobierno más entusiastas probablemente dirán que mientras están vacunando a todos y todas los argentinos y las argentinas lo único que no sale demasiado bien es lo de la comunicación.
Puede discutirse, es verdad, la calidad de la gestión -de eso se trata la política- pero en materia comunicacional se hace difícil negar el desaguisado cuando el propio presidente acumula por sus palabras -ya no por lo que hace o deja de hacer sino por lo que dice y cómo lo dice- un rico muestrario de reacciones coléricas. Desde desmentidos internacionales y repudios académicos hasta ejércitos de ofendidos y hordas de indignados, aparte de ministros desairados. En el mejor de los casos, se trata de malentendidos, como los reconoce, según parece, el propio autor. Demasiados malentendidos.
Es inaudito que cuatro días tarde Fernández haya intentado aclararle al personal de salud su afirmación de que “el sistema sanitario también se ha relajado”. ¿Qué lleva a un presidente que es usuario de las redes sociales y que conoce bien el ritmo contemporáneo de las comunicaciones a esperar tanto tiempo para aclarar que no quiso decir lo que se entendió que había dicho? Cuanto menos debió recordar aquel principio fundamental de la comunicación política: lo importante nunca es lo que uno dice sino lo que el otro entiende.
Fue este, quizás, el mayor vendaval de ira que haya producido una sola palabra en un discurso presidencial (escándalo potenciado por tratarse de la comunidad médica en medio de una pandemia) y a la vez la compensación más onerosa de la historia a los afectados por una palabra. Porque junto con su aclaración el Presidente se apareció con un bono de 6500 pesos durante tres meses para 740 mil personas que trabajan en el sistema de salud. Sea una suma magra, insuficiente, mejor que nada o considerable, nunca antes un presidente interesado en demostrar que no había querido ofender a un sector de la sociedad había acompañado su aclaración repartiendo plata (del Estado) entre los aludidos. Nada más parecido a un intento de reparación pecunaria.
Los nueve tuits hilados por Fernández para aclarar lo que había dicho no conforman estrictamente una disculpa. La disculpa apareció como el último punto del heterogéneo paquete, que arrancó con una acusación a sectores políticos y medios de comunicación por haber “tergiversado” sus palabras “tendenciosamente” (¿se las podría haber tergiversado de manera neutral?) para colocarlo, dijo, en una posición de crítica hacia el personal de salud, al que reconoce.
La cadena nacional, mil veces nos explicó esto la usuaria más intensiva, tiene la virtud de eludir la intermediación y permitirle al presidente comunicarse en forma directa con el pueblo, compensando la tirria de los “medios hegemónicos” a los que por su propia esencia saltea. Pero parece que ese magisterio comunicacional cristinista a Fernández tampoco le anda, porque él dijo relajamiento por cadena y lo tergiversaron ...los medios. Ya ni en la cadena nacional se puede confiar.
¿O no fue una palabra? Fernández, démosle la derecha, a lo mejor no quiso decir que los médicos y los enfermeros se relajaron, como entendieron muchos de ellos. Textualmente afirmó: “el sistema sanitario también se ha relajado”. El problema fue el contexto brumoso. Primero, porque a la frase la cobijó un discurso sobre restricciones importantes elaboradas según el criterio personal del presidente, varias de ellas muy discutibles, no basadas en consensos políticos ni en recomendaciones científicas comprobadas. Y segundo porque en esa atmósfera autosuficiente Fernández se metió con un tema muy complejo, el de la competencia entre la disponibilidad hospitalaria para Covid y para otras enfermedades, y trató a los médicos como un grupo homogéneo que casi caprichosamente tomó decisiones equivocadas. Lo dijo así: “En un tiempo donde los contagios estaban disminuyendo abrieron puertas a atender otro tipo de necesidades quirúrgicas que podían esperar pero que creyeron que era oportuno tratarlos ahora”. ¿Quiénes creyeron? ¿Los médicos? ¿Y quién dice ahora que esas necesidades quirúrgicas podían esperar? ¿El presidente? ¿A qué cirugías se refiere? ¿Esperar cuánto?
Fernández contó hace un tiempo que de tanto ocuparse del tema se sentía un infectólogo más. Pero no es infectólogo. Ni médico. Y si fuera médico, como Illia, tampoco le correspondería someter tamaña cuestión -medular en la salud pública- a sus evaluaciones personales. Ese tono omnisciente del discurso fue probablemente lo que se combinó con la palabra relajamiento sugiriéndoles a los médicos y enfermeros que los estaba menoscabando.
En otro renglón el Presidente se despreocupó de lo que pensaban sus propios ministros de Salud y de Educación, expresado por ambos en público horas antes, y se cortó solo con el cierre de las escuelas. Esto sin contar los errores que cometió al mencionar a las personas con discapacidad, lo que generó el repudio de la Asociación Síndrome de Down.
Fernández participó el lunes de un taller sobre discapacidad, en el que según se informó comenzaron a capacitarlo respecto de la terminología adecuada para tratar el tema. Pero si el Presidente va a seguir capacitándose en las áreas en las que manifiesta debilidades lo mejor sería que despidiera a sus asesores y consejeros, lo que de paso permitiría un ahorro que podría servir para agrandarles el bono a los médicos.
Henry Kissinger dice en sus memorias que cuando se llega al poder ya no hay tiempo de aprender nada, que hay que formarse antes. Parece un consejo sabio. Reconozcamos que no es sencilla la posición del presidente Fernández, fustigado, como está, por la pandemia, la falta de vacunas, la crisis económica y las pretensiones justicieras de la vicepresidenta que lo puso en el cargo. Tienta decir que su problema es que se ha relajado. Que se cuida menos que antes con lo que dice. Y por eso sus palabras causan revuelos no buscados. Pero al mismo tiempo el presidente desparrama disgustos, aparece enojado, un estado de ánimo incompatible con la mezcla de frialdad y empatía que el ejercicio del poder exige.
Hay una buena noticia: el problema comunicacional tiene solución y depende de él. No necesita fatigarse haciendo cursos ni talleres. Sólo debe elegir asesores en quienes confiar, lo más idóneos que sea posible, y escucharlos. A menos que los que dicen que gobernar y comunicar son una unidad tengan razón, que la comunicación no es ornamental sino una cuestión política profunda.
© La Nación
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