Por Sergio Suppo
El Presidente llegó a Lago Puelo después del fuego, el humo y las cenizas. Y luego del choque de intereses económicos, las maniobras políticas y las furiosas pasiones que desataron en Chubut el debate de la habilitación de la minería a cielo abierto en una zona de la provincia. Alberto Fernández fue al sur con la idea de que estar en el lugar de una catástrofe es, a la vez, un deber y una conveniencia. Había hecho lo mismo en San Juan, meses atrás, luego de un terremoto.
En Lago Puelo, cambió sobre la marcha su recorrido para desviarse a una reunión con intendentes en un centro cultural. Al salir, un pequeño grupo de manifestantes lo rodeó, lo insultó cara a cara y lo obligó a escapar. Con dificultad, el Presidente y su reducido grupo de acompañantes zafaron de la situación mientras los piedrazos rompían los vidrios de la camioneta. El video final del episodio generó una síntesis inquietante: sin más custodia que su propia decisión de defenderse, desprotegido, Fernández escapa de un grupo de violentos que se queda, impune, celebrando la agresión.
Todo ocurrió hace apenas tres semanas. Los hechos posteriores que desdibujaron todavía más el poder presidencial parecen borrar esa premonitoria metáfora sobre la situación de Fernández.
El experimento de Cristina Kirchner de inventar como candidato a Alberto Fernández y convertirlo en presidente ya quemó varias etapas, pero ahora encara un momento crítico. La debilidad de una presidencia vaciada debe enfrentar sin recursos políticos las crisis superpuestas de la economía quebrada, la pandemia al borde del descontrol y, hacia fin de año, un examen electoral.
Un año atrás, en el comienzo de la crisis global del coronavirus, Fernández todavía disponía de lo que hoy ya carece: su estilo moderado y consensual. La imagen presidencial trepó al infinito por sus buenas maneras de llevar al país a una prolongada cuarentena, rodeado de opositores con los que cuales había acordado las medidas sanitarias.
Cristina le hizo estallar la cordialidad y allá por mayo del año pasado le instaló un conflicto entre la Capital “opulenta” y el conurbano empobrecido. Una huelga policial en la provincia sirvió para arrancarle de su lado a Horacio Rodríguez Larreta, a quien le contó por televisión que le sacaría fondos para dárselos a uno de los delfines de Cristina, el gobernador Axel Kicillof. A Fernández ya no le dejaron usar ni sus buenas maneras, en especial una vez que quienes lo habían llevado a la presidencia descubrieron que el consenso generaba imagen positiva y construía a un presidente como contracara de Cristina, la reina del conflicto.
Es así como el país tiene, un año después de asumir, un presidente sin poder de origen y que nunca quiso edificarlo desde la Casa Rosada para no pelearse con la socia mayoritaria de la coalición. El albertismo es un sueño que otros soñaron sin autorización del propio interesado, a imagen y semejanza de la manera en la que instalaron sus hegemonías Carlos Menem y Néstor Kirchner.
El grupo de amigos de Alberto se parece cada vez más a un conjunto de funcionarios bajo sospecha y en riesgo de ser desalojados. Ya hubo varios casos, pero el más cruel es el de Marcela Losardo, la socia y amiga de Fernández que debió irse por no ejecutar los deseos confesos de impunidad del kirchnerismo.
El Presidente todavía repite en todas las entrevistas que nunca hará nada para quebrar su relación con Cristina. Ese objetivo lo está reduciendo a ser todavía mucho menos significativo que el hombre que prestó servicios como jefe de Gabinete del matrimonio presidencial en la “década ganada”.
Si un día manda un ministro a Estados Unidos a negociar con el Fondo Monetario, Cristina le duplica los plazos para pagar el préstamo desde un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Como si todavía nada hubiese pasado, y todo el trabajo consistiera en reponer la realidad de hace una década y media atrás, las relaciones exteriores de la Argentina vuelven a diferenciar a los países según sea la afinidad ideológica con el gobernante que lo maneja. Pero ya no está Lula en Brasil, y la Venezuela de Maduro es una dictadura a cara descubierta. Eso sí, en lugar de Estados Unidos y Europa, los grandes amigos vuelven a ser China y Rusia. Solo faltaría un nuevo pacto con Irán y que Felipe Solá vaya a Ezeiza con un alicate a violar las claves de seguridad de un avión norteamericano.
Parece un chiste. Es un mal chiste pretender repetir el pasado sobre el que ya se construyó aquel fracaso que contagia este presente y determina el futuro.
© La Nación
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