Por Carmen Posadas |
Estoy leyendo con interés Morderse la lengua, un ensayo sobre dos fenómenos paradigmáticos de nuestro tiempo: la corrección política y la posverdad. En él, el profesor Darío Villanueva analiza cómo se han instalado en las sociedades avanzadas, por un lado, la autocensura y, por otro, la mentira. Siempre me había preguntado sobre su incomprensible entronización en comunidades libres y educadas, en especial la de la corrección política, que, en feliz definición de Doris Lessing, no es más que «la más poderosa tiranía mental existente en el mundo libre, tan letal e invisible como un gas venenoso».
Según se explica en este libro, los orígenes de tal fenómeno se remontan a principios de los años ochenta. Por aquellas fechas, en los campus de las universidades norteamericanas comenzó a extenderse una suerte de sectarismo puritano procedente de los departamentos de Humanidades que, poco a poco, fue contaminando las relaciones personales y profesionales. Grosso modo se trataba de poner en cuestión la hegemonía de los cánones y escala de valores del racionalismo occidental «para incluir a representantes de minorías invisibilizadas hasta entonces, en especial las mujeres y los no blancos. También de replantear los supuestos desde los que se enseña la Historia para promover la igualdad sexual y racial incluso por medio de discriminación positiva y poniendo el lenguaje al servicio de estas causas». Loable propósito el suyo, solo que, al creerse los defensores de estas supuestas virtudes moralmente justificadas, se arrogaron también el derecho de tachar de machistas, sexistas, racistas, imperialistas y, por supuesto, de fascistas a todo aquel que no tragaba con sus postulados.
Una vez visto de dónde proviene ese «gas venenoso» al que hace alusión Doris Lessing, me ha interesado mucho aprender también cómo se ha hecho omnipresente en nuestras vidas. Las razones son varias y están muy bien explicadas en este ensayo, pero voy a resaltar una que me parece tan relevante como curiosa, la llamada ‘espiral de silencio’. O lo que es lo mismo: el hecho de que una persona, por temor al aislamiento social, acabe optando por censurar sus propias opiniones cuando no coinciden –o piensa que no coinciden– con el sentir general. En el caso de la corrección política, por ejemplo, posiblemente muchos estudiantes coincidirían con la irónica opinión que en su día expresó el premio Nobel Saul Bellow, en el sentido de que les encantaría saber cuál es el Tolstói de los zulúes o el Proust de los nativos de Papúa, pero jamás se atreverían a expresarla. No solo porque hoy en día hay que estar muy por encima del bien y del mal para expresarse con tanta franqueza, sino para no desentonar con sus pares. Y de este modo, creyendo cada uno que está en minoría, en esa ceremonia de confusión y de silencio es como germinan y arraigan absurdas creencias que, en realidad, (casi) nadie tiene.
Esta es solo una de las muchas razones a tan colosal disparate que se recogen en Morderse la lengua. Las demás son también muy reveladoras, de modo que prefiero no apresurar la lectura. Por eso, de momento, no puedo comentarles qué expone el profesor Villanueva en la segunda parte de su libro, dedicada a esa otra pandemia moderna que es la posverdad. Aun así, títulos de capítulos como Industrias de la mentira, Patrañas históricas y culturales o El arte de mentir agradablemente me auguran unas cuantas horas más de instructiva lectura. Muy agradables también porque, a diferencia de otros tratados de estas características, el modo en que Morderse la lengua explica cómo la estupidez supina se encarnó y acampó entre nosotros es sumamente ameno, una cualidad que, unida al rigor y al sentido del humor, es para mí la combinación perfecta. No solo para lograr comprender cómo hemos llegado hasta aquí, sino también para saber que existe un único antídoto contra las dos pestes modernas de las que trata el libro. Se llama criterio, discernimiento.
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