Por Carmen Posadas |
Comentaba Javier Marías hace un par de semanas en una entrevista que, a su modo de ver, la credulidad de la gente se ha convertido en una verdadera plaga. Argüía que uno de los personajes de la novela que acaba de publicar consideraba ese rasgo de su personalidad un lamentable defecto, pero se justificaba con el argumento de «¿por qué habrían de mentirme, de engañarme?». En principio parece razonable no ir por la vida recelando, y sin duda la confianza en el prójimo es una de las piedras angulares a la hora de construir y cimentar una sociedad.
Ninguna colaboración, asociación o relación humana sería posible sin ese acto de fe que consiste en poner la confianza en otros. Es algo que hacemos todos los días y que nos permite enamorarnos, aunar esfuerzos, progresar en todos los sentidos. Luego, más allá del acto de confiar, están las leyes que se ocupan de velar por que se cumpla lo pactado. Es curioso señalar, sin embargo, que en los grupos humanos más suspicaces y maliciosos, por ejemplo en la mafia, un simple apretón de manos vale más que mil contratos (y quien no lo honre que se atenga a las consecuencias). Otro tanto ocurría en un pasado no tan remoto; la palabra dada era ley y, por cierto, menudeaban entonces bastantes menos engaños y trapacerías.
Aun así, a medida que las sociedades han ido creciendo de tamaño, se ha visto que la confianza comenzaba a menguar en favor de normas y regulaciones, algo lógico, dado que fiarse de alguien requiere un grado de conocimiento, de vecindad. Dicho todo esto, existe, además, otra faceta de la credulidad que también se ha ido metamorfoseando con el tiempo. Es la que tiene que ver con otro elemento esencial a la hora de crear y cohesionar una comunidad. Hablo de las creencias, ese misceláneo cajón de sastre en el que caben desde convicciones religiosas y/o valores éticos compartidos hasta supersticiones y apriorismos que rigen desde la noche de los tiempos. Todos ellos han ido declinando también. Algunos, por fortuna, como los prejuicios relacionados con la supremacía del hombre sobre la mujer o la condena de la homosexualidad, por ejemplo. En lo que atañe a valores y creencias religiosas, habrá quien piense que también necesitaban una revisión, y es muy posible que así sea. Pero me da la impresión de que, con el agua sucia de la bañera, muchos han tirado también al bebé.
En el caso de los valores, las sociedades avanzadas han prescindido de premisas como honor, dignidad, pundonor o palabra dada (obsérvese cómo suenan de viejunos), pero no se han tomado la molestia de sustituirlos por otros. En cuanto a la religión, el caso es todavía más chusco. Como resulta que, según los cánones actuales, creer en Dios es de fachas y de analfabetos, la gente ahora cree en cualquier cosa. En el horóscopo, en conjunciones cósmicas, en fuerzas misteriosas, en los moradores del Olimpo… Por eso, de un tiempo a esta parte, cuando alguien muere, sus deudos lo despiden en Twitter o en Instagram con frases como «buen viaje a las estrellas» o «Fulano está ya con los dioses», porque ser monoteísta es un atraso, pero ser politeísta resulta supercool. Nada de esto tendría demasiada importancia si esta extraña neocredulidad que rige en las sociedades más ricas y avanzadas no se extendiera a todos los ámbitos. Incluso a la ciencia, para cuestionar evidencias incontrovertibles como que la Tierra es redonda (sic) o la existencia de la pandemia.
En su entrevista, Javier Marías se asombraba de que, por esa misma regla de tres, la gente acabe creyendo en toda una serie de vendedores de humo, de malvados, de líderes populistas y totalitarios. Y, por mi parte, me maravillo de que ahora, con el mayor porcentaje de personas educadas y cultas de la historia de nuestra especie, la gente tenga creencias, pero no criterio. En el pasado se le podía echar la culpa de esta carencia a la malvada sociedad que nos obligaba a comulgar con las ruedas de molino de lo previamente establecido o convenido por ella. Ahora, en cambio, cuando cada uno es libre de buscar el conocimiento donde, cuando y con quien quiera, resulta que muchos eligen voluntariamente anudarse la aún más descomunal rueda de molino de la ignorancia al cuello. Vivir para ver.
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