Por Arturo Pérez-Reverte |
Ocurrió hace tanto tiempo que a veces pienso que fue en otra vida, o le ocurrió a otro que no era yo. Quiero decir que el joven de veintipocos años que vivió aquella conversación no era el mismo que casi medio siglo después teclea estas líneas. Nadie vive impunemente. Si miro alguna vieja foto de entonces, a quien veo es a un muchacho de ojos ingenuos que miraba el mundo por el que se movía, la violenta topografía que dibuja el ser humano, con el interés casi escolar de quien pretendía confirmar lo aprendido, o lo intuido, en los muchos libros que junto a un mar viejo y sabio amueblaron su infancia y su todavía reciente juventud.
Había aterrizado en una ciudad oriental buscando lo que yo buscaba entonces. Y algo que aprendí pronto fue que, por seguro que uno crea estar de sí mismo, en determinados lugares es necesaria la humildad profesional. Sobre todo, allí donde ir de listo puede costar el pellejo. Así que mi procedimiento habitual era acercarme a quien controlaba el asunto, decirle acabo de llegar y no tengo ni puta idea, y cuéntame de qué va esto. El método de hacerse adoptar siempre me dio resultado hasta que, con el paso del tiempo, un día comprendí que quien adoptaba era yo, y que de Tintín había pasado a capitán Haddock. Pero ésa es otra historia. El caso es que en aquellos primeros tiempos, gracias al método mencionado, aprendí mucho e hice amigos de ambos sexos que conservé para siempre.
El de aquella ciudad era un viejo corresponsal de un importante diario español. Para mí era un mito vivo, y a él acudí. Había pasado en el extranjero toda su vida, y en ese lugar exótico y turbulento encarnaba todas las virtudes y vicios propios de tal época y clase de personajes. No eran tiempos de correcciones políticas, ni mucho menos. Era, simplemente, el mundo real. Lo acompañé de antro en antro: yo aguantaba bien la bebida, pagaba copas sin que me doliera quedarme sin un dólar y, sobre todo, era callado respecto a mí y eficaz escuchando. Además, lo admiraba; así que le caí bien a ese viejo periodista cínico, drogadicto, alcohólico y putero. De su mano comprendí muchas cosas sobre mi oficio. Nos hicimos muy amigos. Y una noche, en un burdel del que era asiduo, rodeados de chicas de a diez dólares que lo llamaban por su nombre de pila, me dijo algo que cambió mi vida para siempre.
Estábamos apoyados en la barra y él miraba las botellas alineadas enfrente como pensando cuál vaciar a continuación. Yo acababa de preguntarle qué iba a hacer cuando se jubilara –era un hombre mayor– y si podría adaptarse a una vida normal en Barcelona o Madrid. Se volvió despacio a mirarme y movió la cabeza. «Esta es la vida normal», dijo. «O al menos es la mía». Era realmente bueno haciendo frases. Pensé en su casa, su soledad, su desarraigo, vi el cansancio de las ojeras en su rostro fatigado. «No es un sitio para envejecer», aventuré. Y entonces me miró sorprendido, cual si hasta ese momento me hubiera tomado por un chico listo y de pronto descubriese que podía ser tan estúpido como cualquiera. «¿Y a dónde quieres que vaya?», respondió. «Salí hace treinta años de una ciudad en la que ya no conozco a nadie. De un país que detestaba y ahora no me importa. No tengo nada en ninguna parte, ningún otro lugar a donde ir». Encendió otro cigarrillo, señaló al camarero y a las chicas y añadió: «Prefiero estar aquí cuando me reviente el hígado, entre gente que me respetará mientras le pague». Después me pasó un brazo por los hombros y me atrajo hacia él, amistoso. «Piénsatelo, chaval, para cuando te llegue el turno. De ciertos lugares nunca se vuelve».
Pienso en él a menudo, pues lo he estado recordando durante toda mi vida. En realidad, si ahora vivo como lo hago, si tengo una casa y una biblioteca, escribo artículos y novelas, poseo una retaguardia hacia la que empecé a replegarme cuando intuí que la barra de un triste burdel también podía acabar siendo mi hogar y que tal vez fuese yo quien un día contara allí mi historia a un jovencito que empezase el oficio, es seguramente porque aquel viejo reportero me alertó sobre ello. No tengo, fue lo que dijo esa noche, otro lugar a donde ir. Ya he dicho que era muy diestro haciendo frases, y no hay más exacto resumen que ése. En cuanto a él, murió unos años después, alcoholizado, cirrótico, deshecho, en un hospital español. Lo supe por una noticia de veinte líneas en un rincón de su propio periódico. Devuelto, a su pesar, a una tierra donde al final fue más extranjero que en la otra. Y, bueno. Como digo, a él debo esto de ahora. Me hizo asomar sobrecogido, de su mano, a esos lugares de los que nunca se vuelve. Y gracias a él nunca me quedé allí del todo.
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