Por Luis Tonelli
Que la palabra pública esté completamente devaluada queda fácilmente demostrado por el hecho que todavía se le factura a Raúl Alfonsín el mítico “Felices Pascuas. La Casa está en Orden” cuando a Alberto Fernández ya ni se le escuchan sus contradicciones que dentro de poco tendrán lugar en la misma oración que enuncia. (Encima, esa frase de Alfonsín nunca existió así, la hace aparecer cínica. Comenzó su discurso con el “Felices Pascuas”, pero mucho después, lo finalizó con un “La casa está en orden y no corre sangre en la Argentina”).
La palabra se ha devaluado tanto por las promesas incumplidas de la política, por las contradicciones de los políticos -siendo las del Presidente Alberto Fernández un caso ya para el Guiness-, pero también y fundamentalmente por la consabida grieta. En virtud de este “dispositivo”, todo lo que entra en él, pierde cualquier anclaje con eso que en el sentido común suele llamarse “verdad” ya que en ella prima otro dispositivo, que es la lucha por el poder, exacerbada por el mal gusto y la irresponsabilidad que generan las nuevas tecnologías de comunicación social.
No importa si lo que se dice ahí es una flagrante mentira. Lo que importa es si hiere o no al del otro bando. Así, la relación gobierno/oposición, que es la esencia de la lógica del sistema político -para el eminente sociólogo alemán, Niklas Luhmann- y que puede tener diferentes modalidades en cómo se expresa, se convierte en una dialéctica amigo-enemigo (tal como su coterráneo en épocas nazis, Carl Schmidt, definió a la “esencia de la política”.
Definir la política por la lucha por el poder es faltar a la realidad, tratando paradójicamente de ser realista. Joseph Schumpeter quiso en su momento dar una definición empírica de la democracia, a la que caracterizó como “lucha de las elites políticas por el voto”. Pero si lográsemos imponer esa definición por sobre la de Lincoln en la Oración de Gettysbourgh, que adoptamos todos y que reza “es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, nadie iría realmente a votar, si todo fuera manipulación elitista.
Los seres humanos, no solo vivimos en la realidad del presente, sino que tenemos objetivos, metas, aspiraciones tanto individuales como colectivas. El truco de la política es que al proponer metas colectivas, hace aparecer objetivos privados que eran imposibles de siquiera soñar sin esas metas colectivas que los hacen posible. Como decía Norberto Bobbio, la política está llena de profecías auto cumplidas (las que hace realidad la creencia de la gente).
Pero en ese juego de realidades presentes por construcción de un futuro, la herramienta fundamental es la palabra pública. Los grandes líderes, pudieron cambiar realidades exponiendo su visión sobre un futuro común gracias su “discurso” o “relato”. En la película The darkest hour sobre Winston Churchill, se reproduce la escena en la que después de que la oratoria del Primer Ministro destrozara las posiciones de negociación, Halifax, su enemigo coyuntural interno, manifiesta “Churchill acaba de enviar al idioma inglés a la guerra”. Cosa que estuvo en la base del Premio Nobel que obtuvo, pero no el de la Paz, sino el de la Literatura.
Pero para hacer “cosas con palabras”, para parafrasear al libro seminal de John Austín sobre la pragmática, demanda como él lo especificó de la existencia de esos speech acts denominados como “performativos”: por ejemplo, el “yo te prometo”. Ahora para que exista ese poder de transformación de la palabra, tiene que tener valor a futuro, del mismo modo que la moneda. Y hoy tenemos una enorme incertidumbre en el presente, porque hemos perdido la herramienta privilegiada para entusiasmarnos con un futuro mejor, la creencia en la palabra pública.
Si la palabra esta devaluada ¿cómo podemos hacer promesas, como podemos establecer acuerdos, como podemos proponer proyectos? Y sin ese punto de llegada a futuro, en el que estamos todos juntos, como ese vértice imaginario que en la perspectiva visual que se junten las paralelas, el mismo presente se vuelve caótico, anárquico. Y al mismo tiempo, la política queda reducida a simple y desnuda lucha por el poder. Un componente esencial y necesario para la política, pero no la que la define como tal.
El poder, lo encontramos manifestado en casi todas las relaciones humanas, en donde una voluntad se impone sobre otra. Pero el poder político, es el que se justifica y legitima en las acciones y problemas que son de todos. Ya esa misma definición es política, y depende precisamente de las argumentaciones y las creencias. Sin la palabra pública, la política es mera lucha por el poder. O sea, sin la palabra pública que nos permite ilusionarnos con un futuro mejor, la política se convierte en guerra. Con la Grieta no ha futuro.
© 7 Miradas
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