Por Manuel Vicent |
Se supone que alrededor de los siete años la inteligencia y con ella el libre albedrío se instalan ya en el neocórtex del cerebro humano y para celebrar semejante acontecimiento biológico la Iglesia católica establece el rito de la primera comunión. Esta primavera los niños y las niñas de familias creyentes, recién llegados al uso de razón, vestidos de marineros o de princesas, recibirán la gracia de Dios bajo el imperio de la pandemia.
El Papa de Roma en medio de la soledad del Vaticano a la que está doblemente confinado, con la misma entonación solemne con que eleva al cielo las plegarias por la salvación de nuestra alma, ha anunciado también el deber que tienen todos los fieles de vacunarse contra el coronavirus.
De hecho, esta vacuna se ha convertido en una moderna eucaristía, en un sacramento laico que, en este caso, viene a sustituir la gracia divina por el milagro de la ciencia, frente al que se levantan, como nuevos herejes, los negacionistas. Pero abrir la boca y sacar la lengua para que el cura revestido con sus brocados ornamentos deposite en ella la sagrada forma viene a ser un gesto litúrgico muy parecido al de arremangarse la camisa y dejar el hombro desnudo para que un oficiante sanitario con mascarilla y envuelto en plástico aislante introduzca la aguja en la carne e inocule en ella una extraña sustancia.
Esa alegría anhelante con que los viejos reciben la vacuna es muy parecida a la que experimentaron de niños al recibir la primera comunión. En este caso solo les falta la tarta. Si un creyente comulga y después se vacuna, en teoría la hostia consagrada y esa misteriosa sustancia de laboratorio se cruzarán, sin duda, en algún punto de su organismo, tal vez en el hígado o en el bazo o en el fluido de la sangre, en una lucha de poder a poder, entre la fe y la razón, una en busca de sanar el cuerpo y la otra de salvar el alma.
© El País (España)
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