Por Javier Marías |
En 1994 publiqué un artículo titulado “La foto”, sobre una —menos famosa entonces que ahora— que mostraba juntos a Franco y a Millán Astray. Aquel texto se me agradeció mucho. No sé si hoy habría pasado lo mismo, porque está mal visto —¿qué no estará mal visto en esta época opresora?— hablar del aspecto de las personas. Y cierto, uno no debería meterse con nadie por ser obeso a su pesar, ni por tener ojos saltones o una nariz ganchuda. De eso nadie es culpable.
Pero hay una parte considerable del aspecto que se debe a la elección de cada individuo; y los gestos, las miradas, las expresiones, la manera de hablar, el vocabulario, son elementos que desde siempre nos permiten hacernos una idea de con quién nos la estamos jugando, y nos invitan a ser confiados o precavidos, a bajar o alzar la guardia; y a eso no podemos ni debemos renunciar, sobre todo con los políticos, dados al engaño por vocación o necesidad. El rostro y los ademanes de los escritores, pintores, músicos, incluso actores, poco importan, porque carecen de poder sobre nosotros. A mí Neruda me recordaba a un batracio, pero eso no impide que miles de almas leviten con sus versos. Qué más da quién esté detrás de ellos.
Lo que me extrañaba de aquella foto era, si mal no recuerdo, que, de haber visto la gente a esos dos sujetos en una película, habría sabido al instante que se trataba de un par de facinerosos sin clemencia. El gesto de los dos militares era chulesco, parecían a punto de soltar un esputo, y la pinta era inequívocamente siniestra, como para cruzarse de acera. En su día, sin embargo, fueron adorados y vitoreados por masas. Más diáfano aún es el ejemplo de Hitler. Al cabo del tiempo nos resulta inexplicable que alguien tan palmariamente ridículo —el bigotito, la cortinilla, el histrionismo, la iracundia— fuera endiosado por sus compatriotas y media Europa. Lo preocupante es que aquella ceguera de los años treinta se reproduce en el siglo XXI, cuando contamos con muchas más imágenes de los líderes. Los vemos demasiado, en movimiento, en color, en primeros planos, gesticulando, oímos sus voces y escrutamos hasta su último parpadeo. Y aun así seguimos sin ver nada. Por favor, hagan la prueba de imaginarlos no en la realidad en la que están, sino en una película o serie. En ellas captaríamos al primer vistazo que Trump es lo que efectivamente fue y es: un empresario sin escrúpulos, un boss desalmado, un ególatra rencoroso, y aguardaríamos sus felonías. Algo no muy distinto veríamos en Boris Johnson, sólo que más disimulado, por despeinado y gordachuelo por elección, con una dicción repulsiva que lleva a desconfiar de cada palabra pronunciada por él (hay que oírlo en inglés, pero no en otra lengua lo oyen quienes lo han votado). Los rasgos y la ausencia de expresión de Putin son de dibujo de Tintín o de película ya anticuada: su rostro impávido y afilado, sin apenas huellas de la edad (casi como si le hubieran pasado una esponja que se las borrara), sólo sería aceptable como el de archienemigo de James Bond (se asemeja al actor Vladek Sheybal). A Bolsonaro basta ponerle hombreras, galones y cuello napoleónicos para encontrarse delante a uno de esos generales bobalicones que pierden el juicio justo antes de la batalla y conducen a su ejército a la destrucción. López Obrador es más difícil, pero si se fija uno en sus dientes en exceso uniformes o postizos, en su media sonrisa fría, en sus ojillos malignos, se percatará de que se trata de un taimado, resentido con la Creación. Y así tantos y tantos: no hay más que trasladarlos al celuloide (o a lo que se utilice ahora en cine) para saber con claridad cómo son, quiénes son, y que no se les puede votar.
En España, la figuración es nítida a veces y otras no. Me temo que Pedro Sánchez, con su apostura vacía y robótica, se parece demasiado a las versiones más sosas de Clark Kent, que anulan cualquier posibilidad de transformación en Superman. Iglesias optaría a varios papeles: desde bandolero mexicano en El tesoro de Sierra Madre hasta segundo de Fu Manchú (para quienes recuerden a aquel genio del mal), hasta el flagelante monje Rasputín en una cinta sobre los zares. En todo caso, la foto de hace semanas junto a Ábalos lo decía todo: miraba a este torpe ministro de reojo, con una dureza, un desprecio y una inquina que en verdad helaban la sangre. De haber sido el fotograma de una película, habríamos adivinado al instante qué fin le preparaba al torpe. A la cuasi ministra Belarra no logro verla fuera de El exorcista o La maldición de Damien, con esos ojos gélidos e impiadosos. A los políticos de Bildu y a los independentistas catalanes —de Borràs a Torra, de Rufián a Cuixart, no digamos los de la CUP— parecen reclutarlos en los peores tugurios (cinematográficos) del puerto barcelonés de antaño o de poblaciones muy cerradas y malsanas: gente arcaica, en todo caso. El presidente de Murcia surge de un burdo western almeriense (y no precisamente como Eastwood ni Van Cleef). Monedero, de un despacho de la Stasi o de la KGB; Abascal es la viva imagen del moro traicionero que solía haber en las películas medievales; Rocío Monasterio, una versión menos agraciada de la madrastra de Blancanieves… Y así hasta aburrirse. Se lo ruego, moléstense en este inocuo y modesto ejercicio de ficcionalización. Apuesto a que verán mejor.
© El País Semanal
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