lunes, 19 de abril de 2021

Cinco diferencias entre Angela Merkel y Alberto Fernández ante la emergencia

 Por Marcos Novaro

El presidente dijo haberse inspirado en los criterios que aplica Angela Merkel para enfrentar la tercera ola del Covid en su país. Pero no es tan así: en varios aspectos Alberto hace todo lo contrario que su par alemana.

Primero, lo que propuso la Canciller alemana en estos días fue un proyecto de ley, que pretende darle una legitimidad y confiabilidad mayor a las iniciativas que se adopten para combatir la emergencia, que lo que resultaría, como sucede en el caso argentino, de decisiones inconsultas y de dudosa legitimidad adoptadas en soledad por un funcionario.

Los partidos con representación legislativa están siendo allá consultados y deben dar su aval a lo que propone Merkel. Seguramente acordarán algunas cosas y no otras, y quedará así muy en claro que todo lo que se haga se va a ajustar a la Constitución. Todo lo contrario de lo que viene haciendo Alberto, quien parece entender que la emergencia sanitaria le da carta blanca para emitir decretos sobre cualquier cosa, sin consultar a nadie. Y por no hablar siquiera con el gobierno de la ciudad antes de tomar sus últimas decisiones, ha generado un serio conflicto institucional, con intervención de la Corte incluida, en el peor momento, cuando deberíamos estar enfocados en generar confianza en la sociedad para que las medidas que se adopten, más allá de su tenor y solidez técnica, sean respetadas.

Merkel, además, se propuso lograr el máximo de coordinación posible entre los distintos niveles de gobierno para su estrategia sanitaria, tras advertir que los lands, el equivalente a nuestras provincias, venían aplicando criterios muy distintos. Su proyecto de ley apunta en esa dirección, sin pretender pasar por encima de las reglas del federalismo, que en su país son sagradas. Alberto declamó algo parecido pero hizo todo lo contrario: en verdad su último decreto lo único que busca es someter la autonomía de la ciudad de Buenos Aires, para darle el gusto al ala más salvaje de su coalición, en particular a Axel Kicillof, en el objetivo que viene persiguiendo desde el comienzo, hacer de los chetos porteños y de sus autoridades los culpables de los males del resto del país. Como se cansaron de repetir en estos días, CABA es, a sus ojos, el foco difusor de los contagios, y su administración la que resiste las restricciones porque no le importa que la gente se contagie, solo se preocupa de la economía, así que se justifica intervenirla, a golpe de decreto, y con la policía federal, la prefectura, y si nada de eso alcanza, el ejército. El resto de las provincias en cambio seguirán haciendo lo que les venga en gana. De hecho, varias de ellas, administradas por el peronismo, van a seguir con las clases presenciales y se abstendrán de aplicar restricciones que afecten la economía y la vida nocturna. Ahí las fuerzas del orden albertiano no van a meterse, parece que nada de eso les importa demasiado.

Tercero y fundamental, para la Canciller alemana la educación sigue siendo una prioridad. Y su propuesta, mientras introduce más rigor en otras áreas, deja en pie el principio de que “las aulas son lo último que se cierra”. Su idea es, además, establecer criterios claros y mensurables, pero no uniformes, para decidir los cierres: mientras que para actividades de distinto tipo propone que se apliquen restricciones focalizadas cuando los contagios llegan a 100 diarios cada 100.000 habitantes, para la educación esa cifra sería el doble. 200 contagios diarios significaría, para la población de CABA, más o menos 6000 casos. O sea, el doble de lo que hubo en los últimos días. Es decir que todavía se estaría muy lejos de cerrar las escuelas de la ciudad, si aplicáramos el criterio de Merkel. Alberto no se detuvo en estas minucias. Los datos “científicos”, ya lo vimos el año pasado, los muestra y los esconde, los tergiversa y falsea, según lo que convenga a sus caprichosos fines, así que no le pidamos que se maneje con criterios precisos y mensurables, sería ir contra su naturaleza. Según él, la gente se contagia porque se mueve, y entonces hay que evitar que se mueva. Tan simple como eso. Uno podría preguntarle, después de más de un año de aprendizajes, por qué no se ataca el problema del transporte público, las pocas frecuencias de muchos servicios, por qué no se dispersan las horas pico, y un montón de otros por qué que podrían evitar los cierres, o al menos minimizarlos. Pero sería, de vuelta, pedirle peras al olmo. El tipo rehúye la complejidad, quiere cosas simples: encerrate y listo. Y si es a costa de la salud mental y la educación de millones de chicos y adolescentes, mucho no le importa.

Cuarto, Merkel está segura de su autoridad. Aun estando de salida, porque hace tiempo que anunció su deseo de pasar a retiro, nadie duda de su capacidad para tomar decisiones, de que la respalda una enorme experiencia. Y eso no le impide escuchar a aliados ni contrincantes, cooperar con los que tiene que cooperar para que las cosas se hagan y se hagan bien, porque es lo que hizo durante toda su larga trayectoria política. Por tanto, no tiene que andar dando golpes sobre la mesa, ni profiriendo amenazas, ni se le ocurre siquiera hacerse la canchera con expresiones despectivas hacia los demás para sacar chapa de “guapa”, y tampoco anda buscando descargar la responsabilidad de los problemas; su trabajo, está claro, es tratar de resolverlos. Por eso cuando pronunció su duro discurso sobre los riesgos de la tercera ola fue una señal de atención para todo el mundo: si Merkel dio la alarma y pidió cambios, debía tener buenos motivos. Con Alberto sucedió todo lo contrario, y no es de sorprenderse: en vez de convocarnos a tomar las cosas en serio, lo que logró fue dividirnos aún más de lo que estábamos, no recreó la confianza, terminó de disolverla, porque actuó improvisadamente y guiado, aunque quiso disimularlo, por el miedo a perder el control de la situación y que se notara. Sobreactuar autoridad, y hacerlo a los manotazos, con agresiones y grititos, con militares en las calles y medidas punitivas para Alberto se ha vuelto costumbre desde que está a la vista que no maneja casi nada, que la agenda se la impone Cristina y, ahora cada vez más, Axel Kicillof. Que fue el gran factótum de las últimas medidas, necesitado como estaba de echarle la culpa por los cierres a la ciudad que administra Larreta, y de no permitir que siguiera habiendo clases del otro lado de la General Paz cuando él las cerrara.

Y, por último, la disposición a convencer y no a bardear. Es algo que hace a la esencia de la política democrática: el gobernante tiene que lograr ser creíble, para que el mayor número posible de los gobernados se acomode a las reglas de juego, sin necesidad de represión, garantizando la menor dispersión y el menor desorden posible de las conductas sociales. Bueno, los alemanes son expertos en eso. Y han aprendido a hacerlo democráticamente, por suerte. Nosotros somos desde hace mucho casi la versión opuesta: nuestra disposición a actuar guiados por convicciones compartidas tiende a ser muy baja, y es a veces inexistente. Pero lo más preocupante no es eso, sino el modo en que los gobernantes suelen asumir el problema, y en vez de combatirlo, tratan de sacar provecho de la situación. ¿Cómo? Lo vimos en las últimas intervenciones de Alberto: se dedicó a bardear a la gente, a los médicos, a los padres que llevan a sus hijos a la escuela, a los propios chicos que supuestamente se divierten intercambiándose barbijos, hasta a los minusválidos porque no entienden nada. Dando a entender que si la gente no le hace caso será la responsable del fracaso, lo que le permite lavarse las manos del trabajo que debería hacer, que es proponer buenas reglas y asegurarse de que funcionen.

Por eso la única respuesta a los que critican sus iniciativas fue que se las arreglaran en la Justicia, opción que enseguida desestimó como ilegítima, porque supuestamente “judicializar” está mal, no sería de guapos y cancheros. Por eso hizo el mismo jueguito con las manifestaciones en su contra: todas serían escraches ilegítimos, así que no le pidan que les preste oídos, él está para cosas más serias. Y por eso se la pasó diciendo que es un devoto del Estado de Derecho, pero ignoró el hecho de que es la segunda vez en pocos meses que lo llevan ante la Corte Suprema por violar los derechos constitucionales de la CABA, derechos de despreció diciendo que no son equivalente a los de una provincia, a contramano de lo que dice la Constitución de 1994 y abundante jurisprudencia que debería conocer.

El fondo del problema es que Alberto no está en el rubro de resolver problemas, está en el de echarle la culpa a los demás, ese siempre ha sido su oficio. Por eso, cuando uno lo escucha últimamente tiene la tentación de preguntarse, ¿de dónde viene tanta mala onda? La desesperación por lavarse las manos del desastre sanitario y económico, cuando ni los propios le aseguran que no le van a colgar los muertos, lo tiene a muy mal traer.

© TN

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