Por Sergio Suppo
La ciencia rusa acaba de ser impactada por un contratiempo llamado Alberto Fernández. En cuestión de horas, detonadas las alarmas por un tuit de trasnoche del propio Presidente, fue Vladimir Putin quien llamó al contagiado de Covid para interesarse en esa resonante falla de la vacuna Sputnik V.
Fue así como el gobierno argentino se integró al operativo de control de daños iniciado por Moscú y lo antes posible remitió los resultados de las pruebas realizadas a Fernández. Fue, hay que decirlo, un caso único y sin antecedentes de transferencia de datos privadísimos de un jefe de Estado de un país a otro. A Moscú, nada menos.
Fernández se convirtió así de problema en colaborador para acotar el daño causado al prestigio de la vacuna provista por Putin, dos semanas después de ser declarado socio estratégico de la Argentina por su líder política y estratega, la vicepresidenta Cristina Kirchner.
El episodio no pasaría de anécdota si no incluyera en su interior una de las claves de la debilidad con la que la Argentina acaba de entrar en la zona más dramática de la larga pandemia del coronavirus.
En la significativa lista de problemas argentinos está el lugar que Cristina eligió para ubicar al país en el contexto mundial, justo en el momento en que se produce un cruce de fenómenos: el regreso a la política exterior clásica de los Estados Unidos, con su demanda de alineamiento con los socios tradicionales de Occidente y la fenomenal escasez y acaparamiento del producto más buscado por todos los países: la inmunización contra el Covid.
A falta de un presidente que oficie de presidente y que dirija a su canciller sobre con quién conectarse en el mundo y en ausencia de un canciller propiamente tal, la vicepresidenta ya definió que los socios estratégicos de la Argentina son las dos grandes autocracias del mundo: China, que ya venía siendo un socio comercial esencial y ahora parece habilitado para avanzar hacia coincidencias políticas más profundas con Buenos Aires, y Rusia, que, pese a sus limitaciones geopolíticas visibles, nunca resignará su afán de protagonismo e influencia.
La necesidad de conseguir vacunas transparentó esas preferencias que en épocas no tan lejanas Cristina ya había explorado yendo más allá de sus relaciones con Venezuela, Cuba y hasta con Irán. Dicho al revés, la Argentina se pone lo más lejos posible de Estados Unidos a cara tan descubierta que ni siquiera permite pensar que tensa la cuerda para lograr alguna concesión en la perentoria negociación con los acreedores institucionales que controla Washington, empezando por el Fondo Monetario.
El lugar en el mundo no es el único dato inquietante. Un país estragado por el aumento de los casos de Covid vio llegar la segunda ola en un espejo anticipado que le mostró los colapsos de Brasil y de varios países vecinos. Chile, por caso, más allá de la vacunación masiva que viene haciendo.
Si el país eligió socios inquietantes para comprar vacunas, el Presidente borró las huellas de su liderazgo potencial tomando medidas a destiempo con consecuencias que ahora sufriremos en forma todavía más traumática que en 2020. El largo encierro compulsivo, un año atrás, provocó un triple efecto devastador: aceleró el quebranto de la economía, dinamitó las elevadas cuotas de responsabilidad social que pudieron verse durante largos meses y consumió las cuotas de consenso político que podía obtener de la oposición.
En este largo año de desgracias, Fernández fue despojado del poder y su cargo presidencial quedó reducido a una debilidad disimulada por una creciente sobreactuación de obediencia al kirchnerismo. Como tal, mientras la pandemia avanza, el Presidente tiene también que colaborar con la intención del Instituto Patria de barrer con la independencia del Poder Judicial como recurso para liberar de las causas penales a la familia gobernante.
Cuando el absurdo retrata un momento quiere decir que el límite de lo razonable fue superado hace mucho. Que el sentenciado por coimas y otros delitos de corrupción Amado Boudou sea invitado a dar cátedra a la UBA, la universidad donde enseña derecho el Presidente, es el disparate convertido en regla.
Frente a la disparada de casos, la sociedad oscila entre el temor al contagio y la muerte y la lucha por evitar perder lo que le queda. Decenas de miles de pequeños comerciantes y cuentapropistas perdieron todo en la cuarentena de 2020. Los que lograron sobrevivir y reabrieron sus negocios ya saben que la ayuda del Estado será siempre insuficiente y que la subsistencia puede consistir en desobedecer las normas.
Las miserias políticas tampoco colaboran. A la escasez de vacunas y el precio sanitario que se paga por esa situación, el Presidente sumó la pérdida de control ante la inmunización de amigos del poder en cada rincón del país, ostentada en las redes sociales. El problema no termina allí. Si por fin AstraZeneca empieza a enviar las vacunas prometidas, se verá cómo los pinchazos irán acompañados de una intensiva campaña propagandística que buscará que los argentinos agradezcan en las urnas haber sido vacunados.
Por si fuera poco, el impulso para postergar o eliminar las PASO de agosto es hijo del propósito de tener más gente vacunada antes de las elecciones. Un país en el que todavía sangran las heridas por la pérdida del derecho al voto tiene un gobierno que sugiere que ir a las urnas es contagioso.
No hay mejor excusa que una histórica pandemia para ocultar los errores y crímenes de quienes tenían que encontrar la manera de remediarla y la terminaron agravando.
© La Nación
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