Por Diego Sehinkman
¿Recuerdan a Cristina evitando pasarle el bastón de mando a Macri o dándole vuelta la cara cuatro años después en el pase de mando de Mauricio a Alberto? En ese momento, el actual presidente parecía venir a transgredir las ásperas “normas de protocolo K”. En aquella recordada misa compartida en Luján, había bebido del pomelo de Juliana sin temor a ser envenenado y en el acto de asunción incluso se abrazó con Macri y llevó a Michetti en su silla de ruedas.
Los gestos y las palabras de un presidente desde un atril producen efectos concretos en la ciudadanía y especialmente en los fanáticos. Un líder puede tensar el clima social, crisparlo y contagiar violencia. O lo contrario. En ese sentido, Alberto se ofrecía como aquel capaz de proponer un discurso “antiinflamatorio”.
Pero el efecto terapéutico duró poco y el presidente que venía a unir empezó a agredir. Aquel del discurso que citaba a Raúl Alfonsín, pasó del erudito al compadrito. En el capítulo, el presidente llamó “imbéciles” y “malas personas” a los que lo criticaron por el anuncio de las restricciones por el crecimiento del COVID.
La verdad es que algunas opiniones opositoras al documento pueden ser válidas y otras probablemente sean exageradas o tengan intencionalidad política. Pero Alberto Fernández parece olvidar que él tiene la obligación de no escalar. Las hornallas de la conversación social las maneja el presidente, no la oposición.
Si él sube el fuego, todo se recalienta. En cambio, si desde su rol presidencial no contesta o lo hace con elegancia, extingue la crispación. ¿Hay margen con casi 50 por ciento de pobreza y 23 mil contagios por día para seguir subiendo el fuego? La respuesta (no) te sorprenderá: sí, hay margen. Así como hay argentinos que usan el tapaboca debajo de la nariz porque no perciben el peligro o bien son descuidados o incluso egoístas, el gobierno tampoco se cuida ni cuida a los demás y contagia un clima social tenso.
Vamos de vuelta: el presidente tiene todo el derecho a cruzar a la oposición. Pero no puede insultar o empujar como en aquella escena del restaurant cuando tiró al suelo al hombre que vino a increparlo.
La Argentina va a barrenar –surfear por ahora nos queda grande- la segunda ola. Al virus se lo “caza” con una pinza. La pinza tiene dos patas: la pata de las restricciones, es decir, lo que la sociedad no va a poder hacer y que le requerirá un esfuerzo y privaciones. Y la otra pata son los testeos, rastreos y vacunación. La primera pata está en manos de la gente. La otra y fundamental, en manos del estado.
Un estado que el año pasado falló en hacer su parte: se testeó y rastreó muy poco en relación con otros países. Y este año se agregó el vacunatorio VIP y la falta de vacunas, con el increíble fracaso de las negociaciones con Pfizer a cuestas. ¿Cuánto va a tolerar las privaciones la sociedad si el estado no hace bien su parte?
Algo salió mal. El gobierno que venía a llenarte la heladera tampoco puede llenar la heladera de vacunas.
© TN
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