Por Fernando Savater |
El primero que comparó los dientes de su amada con una sarta de perlas fue un poeta, y el segundo (no digamos los demás), un cursi relamido. También la expresión “aprender a aprender” fue un acierto cuando apareció en el campo educativo, pero luego se ha ido convirtiendo en un tópico rancio y aún peor: equívoco. La novedad de la idea siempre fue relativa porque ya en el siglo XIX Jaime Balmes aconsejó: “Sed fábricas, no almacenes”.
Las fábricas hacen cosas y los almacenes las guardan, pero si no nos interesan esas cosas pierden utilidad unas y otros. O sea, del valor de los contenidos dependen tanto las fábricas como los almacenes. Se aprende a aprender algo, no puede aprenderse a aprender cómo se aprende el aprendizaje del aprender... etcétera. Al final lo que cuenta es lo que se ha aprendido, por interesante que sea el camino de aprendizaje.
Hay distintas formas de aprender, lo mismo que una habitación puede ordenarse según diferentes criterios, pero —como señala mi amigo Ricardo Moreno— nadie puede ordenar una habitación vacía. Ni es alta empresa aprender a aprender si no se aprende nada.
Lo que se aprende se guarda en la memoria: haber aprendido algo es recordarlo. No sólo la lista de los reyes godos o los cabos de España, sino el lenguaje mismo, con sus vocablos, reglas y excepciones (verbigracia: las conjugaciones irregulares, como “propuesto” en vez de “proponido”). Y también los métodos creativos de aprendizaje, que hay que recordar para poder aplicarlos.
No se trata de memorizar más o menos, sino de elegir los contenidos más útiles de la imprescindible memoria. El futuro trae novedades científicas o laborales, pero las afrontarán mejor los que estudien algo concreto, no gestos. O sea, que no.
© El País (España)
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