Por Nelson Francisco Muloni
¡Qué habrá sentido la Muerte al no poder derrotar definitivamente al Poeta, que la desafió entregándole la vida pero permaneciendo en el aire de la Gloria con los ojos abiertos! “Tú, el nunca muerto”, lo despidió Vicente Aleixandre, inclinándose ante el magnífico y último ofrecimiento del Poeta: sus ojos abiertos.
Miguel Hernández Gilabert murió un sábado 28 de marzo de 1942, a las 5:32 de la madrugada, en la cárcel de Alicante. Tenía 31 años. Había pasado por 18 cárceles diferentes y, en todas ellas, fue vejado, torturado y privado de comida y agua. Que cayera enfermo era un hecho lógico devenido de tales maltratos. Bronquitis primero, luego tifus y finalmente tuberculosis fueron la secuencia de su atroz calvario.
Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo,
van por la tenebrosa vía de los juzgados:
buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen,
lo absorben, se lo tragan.
No se ve, que se escucha la pena de metal,
el sollozo del hierro que atropellan y escupen:
el llanto de la espada puesta sobre los jueces
de cemento fangoso.
Allí, bajo la cárcel, la fábrica del llanto,
el telar de la lágrima que no ha de ser estéril,
el casco de los odios y de las esperanzas,
fabrican, tejen, hunden.
(Las cárceles)
Miguel Hernández, en su corta existencia, dejó el manifiesto de su obra que lo convirtieron en uno de los mayores poetas en lengua española. Sus versos trasuntan el andamiaje de su sangre, sus alegrías, sus dolores, sus luchas y hasta reafirman, para siempre, la fuerza de sus convicciones que no abandonará jamás.
Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.
Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.
(El niño yuntero)
Sus versos son la herramienta fundamental con que ha de encarar cada una de las batallas, teniendo como estandarte movilizador la propia libertad, a la que ha de entregar todo su esfuerzo, toda su sangre, cada pedazo de piel, porque sabe que aunque las metrallas desguacen los cuerpos, ella (la libertad) hará “que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan / en la carne talada...”
Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.
Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en los algodones
como en las azucenas.
Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.
Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.
Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.
(Para la libertad)
Miguel, el hombre, el amante, el soldado sigue luchando. Y no abandona ninguna de las batallas, a pesar de cada uno de los dolores. Su mujer, Josefina Manresa le da su primer hijo, Manuel Ramón, que nace en diciembre de 1937. El niño muere antes del año.
Él hará que esta vida no caiga derribada,
pedazo desprendido de nuestros dos pedazos,
que de nuestras dos bocas hará una sola espada
y dos brazos eternos de nuestros cuatro brazos.
No te quiero a ti sola: te quiero en tu ascendencia
y en cuanto de tu vientre descenderá mañana.
Porque la especie humana me han dado por herencia,
la familia del hijo será la especie humana.
Con el amor a cuestas, dormidos y despiertos,
seguiremos besándonos en el hijo profundo.
Besándonos tú y yo se besan nuestros muertos,
se besan los primeros pobladores del mundo.
(Hijo de la luz y de la sombra)
En enero del 39, llega su segundo niño, Manuel Miguel. Pero su padre cae preso y ya nunca más verá la libertad. Josefina le escribe a la cárcel: “Sólo tenemos pan y cebolla para comer”. De semejante dolor, nace uno de los más estremecedores poemas.
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma al oírte,
bata el espacio.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
(Nanas de la cebolla)
El martirio del poeta no lo derrumbó nunca. Cuando sus amigos le pidieron que abdicara de sus ideas para poder pedir por su libertad y una mejor atención, el poeta escribió: “Que mi voz suba a los montes / y baje a la tierra y truene, / eso pide mi garganta / desde ahora y desde siempre”.
Lo sepultaron el 30 de marzo, en el nicho 1009 del cementerio de Nuestra Señora del Remedio, Alicante.
¡Qué habrá sentido la Muerte, vencida por los ojos abiertos del Poeta y por la inmortalidad de su sangre...! ¡Qué habrá sentido...!
© Agensur.info
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