Por Arturo Pérez-Reverte |
Cuántas veces me sacaron del Tenampa, borracho y con un nudo en la garganta. Eso dice la canción y eso podemos también decir algunos, o muchos de los que pasamos por allí. Lo que por cierto, y me refiero a moverse por las cercanías en estado más o menos etílico, no era en absoluto aconsejable –supongo que sigue sin serlo, aunque hace cuatro o cinco años que no voy–, porque podían robarte o matarte en la misma puerta o un par de calles más allá, en el contiguo Tepito.
De cualquier modo, eso le daba un sabor especial al lugar y la plaza. Ésta era la Garibaldi de la ciudad de México; y el lugar, la famosa cantina Tenampa, corazón de la mitología musical de ese país fascinante y formidable, cuyas paredes y rincones, entre mariachis y tequila, habitan los fantasmas entrañables de José Alfredo, Chavela, Vicente Fernández, Juan Gabriel, Cornelio Reyna y tantos otros.Durante toda mi vida, cada vez que viajé a México –y lo hice al menos una vez al año durante más de treinta–, el Tenampa era noche obligada. Me ponía unos vaqueros y me remangaba la camisa, dejaba el reloj en la habitación, cogía unos pesos y tomaba un taxi desde mi hotel, que era el Camino Real, para instalarme en una de las mesas según se entra a la derecha, pegado a la pared, y allí mirar, beber Herradura Reposado y, cuando aún se podía, fumar unos cigarrillos. A ese lugar debo recuerdos maravillosos con mis amigos –Élmer Mendoza, Xavier Velasco, Germán Dehesa, el Batman Güemes– y otros a solas o no del todo, aparte las conversaciones con mi compadre el mariachi César, casado con española, que una noche me dijo: «Oiga, mi don Arturo, yo soy malinchista. Nací en Tlaxcala, como los indios que ayudaron a Cortés contra los aztecas –hizo entonces un ademán referido a los otros mariachis que escuchaban sonrientes–. Así que entre usted y yo chingamos bien a todos estos cabrones».
Podría escribir un libro con recuerdos del Tenampa, mezclados con sabor de tequila y letras de canciones: Me caí de la nube, Un mundo raro, Nos estorbó la ropa, Mujeres divinas. Cuando estaba en las cantinas, decía José Alfredo, no sentía ningún dolor. Yo tampoco lo sentía allí, sino todo lo contrario. El Tenampa fue mi felicidad mexicana junto con la cantina salón Madrid de la plaza Santo Domingo, las librerías de viejo de la calle Donceles, los escamoles del San Ángel Inn y la mañana en que me enamoré del doctor Atl, y no sólo de él, en una sala desierta del Museo Nacional. Del Tenampa conservo también una anécdota precisa y peligrosa, vinculada a alguien que fue muy amigo mío y que ya no lo es.
Mi amigo –hoy lo llamaré Miguel– era un editor mexicano. Inteligente, muy divertido, tenía un punto flaco: veía a una mujer hermosa y perdía los papeles. Le iba bien con ellas y eso lo tenía mal acostumbrado. Y una noche, estando los dos en el Tenampa, vi que ponía ojitos a una señora muy guapa que estaba acompañada. El hombre –camisa negra, sombrero tejano negro puesto– estaba de espaldas a nosotros y ella de frente. Miguel empezó a timarse con la mujer, y al final el otro se dio cuenta. Cuando se volvió a mirarnos vi un bigotazo norteño y unos ojos duros, y también vi –una vida como la que llevé de joven te deja un par de lecciones bien aprendidas– que el fulano era de los que cargan pistola. Y todo quedó más claro cuando éste se levantó, hizo cambiar de sitio a la mujer y quedó él frente a nosotros, mirándonos sombrío. «Te va a matar», le dije a Miguel. Pero éste llevaba extra de tequila en el cuerpo y se lo tomó a guasa. Y cuando se levantó para ir a los servicios, a la vuelta, le dedicó a ella una descarada sonrisa.
Todavía no se había sentado mi amigo, cuando el del bigote hizo ademán de levantarse. Yo había visto esos ojos antes en otros lugares, Nicaragua, El Salvador, y conocía las consecuencias. Así que me adelanté, yendo derecho hacia él, y le corté amablemente el paso. «Le ruego que disculpe a mi amigo, señor –dije con mucha humildad–. Está borracho y tiene motivos. Está desesperado. Su mujer acaba de dejarlo y anda buscando que lo maten. Le juro que ahora mismo lo saco de aquí». El fulano se me quedó mirando –conservaba puesto el sombrero–, y sin decir nada volvió a sentarse. Yo fui hasta mi mesa, llamé al camarero, mandé dos tequilas a la del individuo, agarré por el brazo a Miguel y, pese a sus protestas, lo saqué a la calle. El muy hijoputa se reía. «Te he oído –dijo, divertido– y no sabía que hablaras tan bien el mexicano». Yo, enfadado, seguía empujándolo hacia el aparcamiento donde teníamos el coche. «El mexicano se pronuncia como el español –respondí– pero mucho más peligroso».
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