Por Javier Marías |
No sabemos por qué será recordada esta época en lo que se refiere a grandes acontecimientos —pandemia aparte—, pero, en lo relativo a la “pequeña historia”, me temo que lo será por su pintoresquismo y su extrema ridiculez. Más o menos como en España es hoy vista la censura franquista, que, como quizá no saben los jóvenes, cortaba los besos de las películas, cambiaba diálogos y tapaba con artimañas los escotes de las actrices.
Claro que no estoy tan seguro de que hoy se considere risible y grotesca aquella censura: aunque jamás lo reconocerán, es probable que a algunas feministas de cuarta ola les parezca acertadísima y de perlas, por precursora.
La noticia es muy menor, pero hay que prestar atención a lo menor, a veces sintomático de lo grave. En la investidura de Joe Biden intervino una joven poeta que declamó sus versos, Amanda Gorman. Instantáneamente se hizo famosa, no tanto por la calidad de su poesía (eso ahora cuenta poco), cuanto por ser mujer, joven y de raza negra. Le llovieron las ofertas de traducción a otras lenguas, y al parecer ella deseaba que sus palabras fueran vertidas al holandés y que se encargara de la tarea Marieke Lucas Rijneveld. Según la prensa, “el perfil de Rijneveld, una joven no binaria, encajaba” para tan magna empresa, porque “tiene un estilo y tono propios, y ha puesto sobre la mesa temas como la igualdad de género y la resiliencia mental”. Confieso ignorar a medias qué significa “no binaria” e incluso “sí binaria”, y tampoco descifro con claridad ese tema de la “resiliencia mental”. Deduzco algo sobre lo primero al leer, líneas más adelante, que Rijneveld “se identifica como chico y chica a la vez”. Supongo que eso tendrá sus ventajas, pero también dificultades. Lo que no se me alcanza es por qué todo esto faculta a una traductora o traductor para hacer bien su trabajo. Fui traductor bastantes años, y lo requerido era buen conocimiento de las lenguas de partida (inglés en mi caso) y llegada (español), así como ciertas dotes para la escritura. Nada más.
La editorial holandesa (casualmente la misma que publica mis libros, y no sé yo, a la vista de su papelón en este asunto) defendió así su elección: “Ambas autoras son jóvenes y tienen mucho éxito, y sin miedo a decir lo que piensan”. Que yo recuerde, lo que piense un traductor es irrelevante: ha de limitarse a poner en su idioma un texto lo mejor y más fielmente posible, así le guste o repugne. Sin embargo, las redes y algún artículo idiota de prensa (queda señalado el diario Volkskrant) se sublevaron porque Rijneveld es blanca, lo cual es frecuente en Holanda, y eso la invalidaba. “Solo una persona del mismo color de piel que Gorman podría traducir adecuadamente sus poemas”.
En verdad esta anécdota supera en imbecilidad a las infinitas imbecilidades que desde hace décadas padecemos a diario, con un grado de bizantinismo casi imbatible. Según estos razonamientos —por darles honroso e inmerecido nombre—, yo nunca debería haber traducido a Auden ni a Frank O’Hara ni a Ashbery, siendo ellos homosexuales y yo heterosexual. Ni a Isak Dinesen, al ser ella mujer y yo varón. Ni a Conrad, al no ser yo polaco de nacimiento ni haber aprendido mi lengua literaria a los 20 años, como él la suya. Y en realidad no sé cómo me atreví con Sterne, Stevenson, Sir Thomas Browne, Faulkner, Hardy, Nabokov, Yeats, estando todos muertos entonces y yo en cambio vivo. De acuerdo con estos criterios dementes, Yo-Yo Ma o Seiji Ozawa no podrían interpretar a Haydn, Bach, Beethoven o Mozart, siendo asiáticos el violonchelista y el director, y europeos y blancos los compositores. A Ralph Ellison o a Zadie Smith solo podrían traducirlos negros o “aproximados”, por difícil que resultara encontrar traductores competentes de sus razas en Rusia o Hungría o Japón o China, por ejemplo. Y ningún negro ni asiático ni heterosexual ni mujer debería osar ponerse a traducir a Proust, así como ningún homosexual ni mujer ni negro a Hemingway, por dudas que afloren a veces sobre su sexualidad. A mí, dicho sea de paso, me han vertido excelentemente a sus lenguas una inglesa, una holandesa, una húngara, una francesa, una italiana…
Pero Rijneveld, asustada por las feroces críticas, renunció al instante: “Entiendo a la gente que se siente herida por mi elección”, dijo. Y la editorial, a su vez, se sometió: “Queremos aprender de esto dialogando”, y ya busca a alguien que comparta color de piel con la autora. Bien podría ser la activista de origen surinamés que se encargó de manifestar su indignación en Volkskrant y la de “muchos otros que expresaron su dolor, frustración, enfado y decepción”. Santo cielo, tanto agravio, tanto desgarro y tanto drama por la traducción de un poemario.
El asunto es tan ridículo que no sé ni por qué me ocupo de él. Pero es que refleja demasiado bien uno de los grandes problemas de nuestro tiempo: ¿por qué nunca nadie —aquí Rijneveld, la editorial, el diario o la propia Gorman— se planta ante el cretinismo imperante, se niega a obedecer a los oportunistas lunáticos y dice sin más: “No, esto no procede, porque es una tremenda idiotez”?
© El País Semanal
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