Por Carlos Berro Madero
Muchos ciudadanos que se consideran cultos y racionalistas respecto de lo que afecta su vida cotidiana, aceptan sin más la validez de ciertas doctrinas que exceden cualquier versión “naturalista” de la realidad, quedando ligados así a las arbitrariedades de sus más caras convicciones personales.
La gran mayoría de ellos presta su benevolencia a las políticas del Frente para Todos, como ya se ha comprobado, creyendo en las paparruchas que sus dirigentes lanzan a diestra y siniestra, manteniendo intacta hasta hoy una devoción manifiesta por la “abogada exitosa”, a quien adoran y temen un poco cual escolares de primaria.
Esa gran mayoría (¿nacional y popular?) ha demostrado creer que el FPT tiene todo el derecho del mundo para disponer un nuevo orden social, que les resulta atractivo aunque no guarde ninguna conexión razonable con la realidad, olvidando que una creencia justificada debe convertirse en convicción solamente a través de un método -como señala William James-, y respaldarse en consideraciones que no se vinculen con lo “atractivo” de la misma, sino por contener datos específicos que proporcionen argumentos valederos para sostenerla.
La ciencia y la tecnología brindan hoy parámetros sumamente precisos para interpretar con propiedad la esencia del mundo “natural”, permitiéndonos disminuir así el influjo de creencias influidas por suposiciones emocionales, que nos han movido durante años a formular algunas hipótesis descabelladas.
A tono con todo esto, la política kirchnerista no ha podido evadirse de ciertas tentaciones “absolutistas”, puestas en evidencia por dirigentes que se sienten investidos de una autoridad moral suficiente como para sentirse protagonistas de “interpretaciones” cuyas características no se avienen con ningún aval que las sostenga, redoblando apuestas que fortalezcan la supuesta “jerarquía” intelectual de las mismas.
Han llegado a conformar así una casta de privilegiados que afirman tesis de muy dudosa legitimidad, olvidando que cuando la diferencia entre lo posible y lo imposible depende de nuestra decisión, la fe puede ser muy útil, pero no transformará en posible lo que resulta imposible por contrariar la naturaleza esencial de las cosas (cortarse con un cuchillo y no sangrar, manejar de contramano sin provocar accidentes, etc.), abriendo el camino hacia una suerte de esquizofrenia conceptual. que los lleva a robustecer realidades paralelas a la realidad “real”.
Esa gran mayoría cree que Alberto Fernández tiene condiciones para ser un buen Presidente, a pesar de la cadena de evidencias fácticas que lo condenan por ineficiente; que Cristina, su socia, no se enriqueció ilícitamente ni por pienso; que un cultivador del “amiguismo” como Ginés García podía resultar un buen Ministro de Salud; que el FMI sigue acechando nuestro crecimiento para “ahogarnos” financieramente; que la política es una carrera “interesante” como “salida laboral”; que los privilegios son buenos si se conceden a los protagonistas “estratégicos” (¿); que un delito puede o no serlo según sea mirado “a ojo de buen cubero” por un dirigente K; que es justificable que un intendente del conurbano gane más que un científico del Conicet; que hay que jugar al fútbol con público en las tribunas, aunque la pandemia aceche, y que tenemos derecho a que el mundo entero nos preste su auxilio económico mientras lo necesitemos, aunque no hagamos nada para corregir nuestros despilfarrados.
La charlatanería y el engaño se han enseñoreado así de nuestra cultura, como un magma gelatinoso en donde chapoteamos sin poder salir, y los políticos se apoyan en esta “identidad” que creemos nos distingue y nos eleva a planos superiores del conocimiento y la sabiduría.
Para coronar este escenario, llegó el discurso de Alberto Fernández en la apertura de sesiones del Congreso: ramplón, mezquino y cargado de falsedades e inquina.
No hace falta ni comentarlo: fue una exhibición más de kirchnerismo retrógrado, en estado de máxima pureza.
Solamente le bastó señalar como Luis XIV: “L´état c´est moi” (el estado soy yo). A su lado, Cristina sonreía complacida, porque ya convirtió al “profe” Alberto en su mejor discípulo.
A buen entendedor, pocas palabras.
© Notiar
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