Por Marcos Novaro |
Con la salida de Losardo y el ocaso de Guzmán quedó a la vista en estos días hasta qué punto Cristina Kirchner va imponiendo su voluntad.
Y también se reveló algo más importante: que lo logre no es solo fruto de la falta de liderazgo de Alberto; ella misma ha ido creando las condiciones para que sus recetas luzcan inevitables; pero como los recursos últimos de gobernabilidad con que cuenta el Frente de Todos, la unidad del peronismo y su competitividad electoral, siguen requiriendo que esa inevitabilidad se administre con disimulo, y ese disimulo se vuelve cada vez más difícil a medida que se debilita el presidente, el gobierno anda de tropiezo en tropiezo.
Esto es bien ilustrado por el trámite de reemplazo de Losardo. Que no saben cómo resolver sin complicar aún más los roles de mediación y “moderación” que debe seguir cumpliendo Alberto para facilitar, justamente, los fines que persigue Cristina. Y así anda el perro, mordiéndose la cola.
Por el mismo motivo, aunque a Guzmán se lo vea pedaleando cada vez más en el aire con su promesa de un pronto acuerdo con el Fondo, su discurso “tranquilizador” se ha vuelto, al mismo tiempo que más vacío, más necesario.
Los déficits en la gestión de la crisis, de este modo, no pueden sino agravarse, pues la toma de decisiones se vuelve más y más deficiente, los capitales siguen huyendo, los precios trepando, y la sensación de desamparo y desesperanza ganando a más votantes, incluidos muchos oficialistas.
En circunstancias mucho menos complicadas que estas, la gestión de Macri demostró ya que llenar el gobierno de CEOs no es buena idea. Pero aunque Cristina supo aprovecharse muy bien de ese error, en vez de corregirlo terminó llevando el experimento a su máxima expresión, y puso de presidente a un CEO del peronismo. Una fórmula que, está viéndose, es aún más disfuncional que la que vino a reemplazar, y en el duro contexto con que debe lidiar, tiende a sumirse en más y más problemas.
Cristina de todos modos saca provecho de la situación, y avanza. Desde su perspectiva puede decirse que lo hace porque alguien tiene que llenar los vacíos que deja Alberto, con sus constantes idas y vueltas, su falta de convicciones, su manifiesta incapacidad para resultar creíble y fijar un rumbo mínimamente consistente.
Es que la política detesta el vacío. Si quien ocupa un lugar de poder no es capaz de ejercerlo, otro lo hará por él. Y eso es lo que estamos viendo en estos días: se entiende cada vez menos qué quiere Alberto, pero se sabe perfectamente lo que quiere Cristina, ganar a como dé lugar las elecciones de medio término y asegurar su impunidad, bombardeando por todos los flancos lo que queda de independencia en el Poder Judicial; de allí que su proyecto, y también su estilo y su gente, ganen protagonismo e inevitablemente opaquen al presidente.
El saldo de la salida de Losardo, en esta perspectiva, no podía ser peor: Alberto no solo perdió una pieza propia importante, también degradó su autoridad, al exponer la crisis como fruto de la falta de “actitud” de la funcionaria para “hacer lo que hay que hacer”, lo que entonces cabría decir también de él, y estirar la definición del reemplazo. Encima condimentó todo esto con una insólita defensa de su principal candidato para el puesto, Martín Soria, queriendo mostrar su supuesta autonomía del kirchnerismo, que no se entiende para qué serviría si se trata de “hacer lo que hay que hacer”. Lo que motivó a Julio De Vido a tacharlo de “miserable”, y seguramente a Soria a pensar en buscarse otro destino. Todo eso pese a que, es ostensible, en los términos que está planteado el asunto el nuevo ministro no importa, pues el Ministerio lo manejan Juan Martín Mena y la patota cristinista. ¿Por qué no poner a Mena al frente entonces, y que sea Cristina la que cargue con los problemas?
Si va a ser un títere, a Alberto le conviene al menos ser uno entre varios, no ligarse todas las cachetadas. Y dejar en claro que, en temas tan escabrosos como la guerra contra los jueces y fiscales independientes, él no es responsable, decide la titiritera.
Ahora bien: podría también interpretarse la demora en definir al sucesor de Losardo como un gesto en esta dirección, un intento de Alberto de dejar que el vacío se agigante y sea abiertamente Cristina la que lo llene. De ser así, ¡enhorabuena! Al menos tendremos a partir de ahora más claro lo que se va a intentar, habremos dejado atrás las ambigüedades y disimulos para internarnos en una guerra abierta, en la que cada uno sabrá qué hacer, y de la que solo puede resultar un ganador y un derrotado.
Solo que, de ser este el caso, el presidente necesitaría que en otros terrenos sí se le permita ejercer con mínima autonomía su rol. Y eso tampoco se está dando. Al respecto es elocuente lo que mientras tanto sucedió en materia económica: Guzmán perdió del todo el recurso al Fondo, principal ariete de que disponía para imponer medidas que moderaran la bomba que se va armando para después de las elecciones, por ejemplo, una mínima corrección de las tarifas; si es todavía posible un acuerdo con el organismo se verá después de octubre, así que no tiene sentido hacer ahora buena letra. Pero hay que reconocer que en esto pesó, además de la voluntad de Cristina, la lógica: la vía media con que insistía el jefe de Hacienda tenía desde hace tiempo tan pocas chances de funcionar como el disimulo de Losardo, porque introducir algunas mínimas correcciones difícilmente iba a alcanzar para acordar con el Fondo, o para calmar a los mercados, y sí probablemente para acelerar la inflación y complicar aún más el panorama electoral del oficialismo.
Así es que, con la imposición del cristinismo económico, se impuso también una mayor consistencia política: de acá a octubre asistiremos al despliegue de una sola voluntad, la de “vivir con lo nuestro” y acumular recursos políticos. Para lo que vendrá después, que seguro no va a ser nada bueno, pero al menos encontrará al oficialismo con sus títulos revalidados.
Claro, el interés de Guzmán en acordar con el Fondo y romper la desconfianza de los capitalistas es loable. Pero para convertirlo en un curso mínimamente viable debió haberse impuesto mucho tiempo atrás. En verdad, al comienzo de la gestión de Alberto, cuando él decidió, en cambio, correr a Nielsen y Redrado y poner a Guzmán. Que, como le debe el cargo a esa defección del presidente no debería quejarse ahora de que estas sean las condiciones en que tiene que ejercerlo.
Como vemos, si la vice termina imponiendo su criterio, tanto en el terreno judicial como en el económico, es en parte porque Alberto viene desde el inicio mostrándose incapaz de forjar un rumbo alternativo. Y también porque ella y su gente vienen complicando las cosas, con presiones constantes para que el gobierno haga lo que no se puede hacer: arregle con los acreedores sin un plan de estabilización, controle la inflación a los manotazos y reactive la economía sin crédito, y, por sobre todas las cosas, borre del mapa todo lo que la Justicia a lo largo de los años ha probado sobre el sistema de corrupción montado en 2003.
Ninguna estrategia moderada podía funcionar dadas esas restricciones y las metas planteadas. Y se entiende entonces que, a medida que se acumularon efectos no deseados de los intentos por superar aquellas y alcanzar estas, terminaran volviéndose más y más “inevitables” las terapias radicalizadas que desde el principio prefería Cristina. Nada que sorprenda: fue exactamente así como avanzó la radicalización en el ciclo kirchnerista anterior: no por la persecución de fines muy ambiciosos, sino por la urgencia en escapar del lastre que él había ido acumulando; no por ideas de cambio que lo proyectaran hacia delante sino por la desesperación en escapar del pasado, evadiendo costos acumulados por errores y dislates previos.
Cristina, como sea, ha logrado llevar las cosas hasta tal punto que solo sus recetas parecen poder funcionar. Quemó puentes con la Corte y en general con jueces y fiscales, de tal modo que se ha vuelto más y más realista su descripción de la situación, es ya indiscutible que existe un abismo entre el gobierno y el Poder Judicial, que será imposible cerrar sin que uno se imponga al otro. Y al condicionar y demorar el arreglo con los bonistas y el FMI agravó las inconsistencias económicas hasta tal punto que ahora es claramente estéril tratar de cerrar el asunto, o hacer cualquier otro gesto de buena letra hacia los inversores, lo único que cabe es intervenirlo todo, apretar los dientes y rezar para que la bomba no estalle antes de las elecciones.
¿Significa esto que estamos en las puertas de una crisis de gobernabilidad, que puede estallar antes o después de octubre, pero inevitablemente va a estallar, y que cuando eso suceda el vicariato de Alberto va a estar dan debilitado que ya no podrá seguir ofreciendo una fórmula mínimamente útil a los integrantes del Frente de Todos?
Depende de si hay algo para reemplazarlo. La imposibilidad (por ahora) de un gobierno directo del cristinismo es la garantía que sigue teniendo Alberto de que “él hace falta”, de que sigue siendo la mejor respuesta a su propio vacío.
© TN
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