Por Manuel Vicent |
En el escarpado monasterio El Nido del Tigre de Bután un maestro venerable me dio algunos consejos para equilibrar el diafragma. Me dijo: come despacio, demórate masticando, puesto que la primera digestión se realiza en la boca; concentra tu pensamiento en el largo camino que ha tenido que recorrer ese alimento hasta llegar a tu estómago. Expresadas por un monje budista color azafrán al pie del Himalaya estas normas dietéticas adquirían una proyección mística.
A la hora de sentarte a la mesa —añadió— viste siempre ropa holgada de lino o de algodón, no permitas que ninguna tela con fibra sintética roce nunca tu piel. Siempre he creído que para una buena digestión lo más importante son los comensales en una alegre sobremesa. Pero dispuesto a seguir las enseñanzas del venerable me puse a meditar mientras me enfrentaba a solas con unas chuletas de cordero.
Imaginé que esa carne pertenecía a un pobre animal que había sido conducido al matadero hacinado en un camión para ser degollado sin que soltara siquiera un balido lastimero ante un destino tan aciago. Deduje que comiendo esa carne también asimilaba su humillación y mansedumbre. ¿De dónde provenía ese melocotón que me llevaba ahora a la boca? Seguramente habría sido recogido del campo por un inmigrante náufrago llegado en patera, explotado y sin papeles. La meditación me llevó a aceptar que con esa fruta también consumía su injusticia.
Después leí la etiqueta de mi camisa. Algodón 100% confeccionada en Bangladés, sin duda, por las manos de unas niñas esclavizadas en un sótano clandestino lleno de ratas. Peor que la fibra sintética era la esclavitud la que rozaba mi piel. Puesto que la meditación me condenaba al hambre y a la desnudez imaginé que el venerable quería decir: a la hora de comer y de vestir, olvida lo que vistes y comes; piensa solo en nubes rosas, piensa en las flores.
© El País (España)
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