Por Pablo Mendelevich |
El menú de improperios, descalificaciones y burlas que los kirchneristas descargan a diario sobre la figura de Mauricio Macri -desde el supuesto apego a la vagancia hasta una presunta incapacidad para hacer política- en realidad son piezas accesorias del cargo mayor, que es neutrónico. Repiten que Macri destruyó el país.
Palabras más, palabras menos, ese fue también el argumento, si cabe llamarlo así, con el que se sincronizaron los libreros censores puestos a explicar por qué no pensaban tener en sus librerías Primer tiempo, el libro que Macri presentará mañana jueves.
Como Macri destruyó al país -dijeron los flamantes celadores de la salubridad cívica como si inspeccionaran la versión criolla de Mein Kampf- no lo convalidarían, no permitirían que este autor infectase los impolutos anaqueles de sus librerías.
Algo hizo mal Macri, de eso no hay duda (y ojalá lo asuma en su libro), porque quienes lo desalojaron del poder en 2019 fueron estos severos detractores suyos. Pero incluso si fuera cierto que encima es un vago, que no entiende nada de política, que representa a una derecha abominable o que en definitiva gobernó para el diablo, sólo las generaciones jóvenes y los adultos que perdieron la memoria podrían hallar original la afirmación “Macri destruyó al país”. No porque el país no esté destruido ni porque Macri no hubiera sido en alguna medida un contribuyente sino porque es fácil verificar que cambiando el sujeto de la flagelación el peronismo repite la misma frase desde hace 76 años.
Macri es el blanco actual de los dicterios que Perón le reservaba en los años cuarenta y cincuenta a la Unión Democrática, los mismos que el peronismo opositor le prodigó a Alfonsín (a quien el presidente peronista de ahora dice admirar) o, más recientemente, de la culpabilización por todos los males argentinos que los Kirchner les hacían a la Alianza y a Menem antes de poner a Macri en el sitial nada envidiable de enemigo fundamental de la Patria.
Sin embargo, con los vahos de la imaginaria hoguera en la que arderían los libros de Beatriz Sarlo, el episodio del libro perseguido por ser considerado su autor el gran destructor nacional parece haber alterado un poco la rutina histórica. Aunque Juan José Sebrelli haya dicho con agudeza que “estos libreros prohibidores son representantes secundarios, pequeños esbirros de una dictadura populista”, los kirchneristas que desinhibieron sus instintos controladores con más torpeza que la habitual tocaron un valor sagrado de la cultura política. Perseguir a alguien por sus ideas es algo que no está recomendado hacer sin disfraz, sin envoltorio, sin alguna cobertura, así, descarada y descarnadamente como lo hicieron estos libreros. Si bien de manera tenue, a Macri le dieron un ascenso: pasó de denostado a perseguido.
No deja de ser curioso que varias crónicas dieran por hecho, como si se tratara de algo tan obvio como la sucesión de los días y las noches, que la movida beneficiaría al autor maltratado y a su libro. No hizo falta explicarlo. Bastó ver que se había colocado a Macri en el lugar de víctima, jerarquía a la que se atribuyó en primera instancia el explosivo éxito de la preventa. Hay que subrayarlo: ningún lector había llegado a recomendar “Primer tiempo” sencillamente porque aún nadie lo había leído. De modo que, para unos y para otros el contenido fue lo de menos. Hay veces, de J. K. Rowling para abajo, en las que se dispara la expectativa antes del lanzamiento de un título de determinado autor (si bien por sus magros antecedentes literarios no sería el caso de Macri, debutante en la categoría memorias presidenciales proselitistas inaugurada en 2019 por su colega Cristina Kirchner). En cambio, la censura prometida sobre un texto desconocido es algo que últimamente no se había visto. Digamos desde el Medioevo.
Paradójico: a los propios perseguidores debe resultarles difícil representarse a Macri como un perseguido, concepto que por razones históricas en la Argentina, donde las persecuciones raciales y religiosas no son las prevalecientes, cuando se refiere a ideas despierta particular empatía. Nada hay tan mecánicamente asociado con la persecución de ideas que la prohibición de un libro. Vista su fe, es probable que los libreros del escándalo estén entre quienes creen epidérmicamente que para acceder al status de perseguido es obligatorio ser peronista, de izquierda o ambas cosas a la vez, una descortesía con los grises de la historia.
Pero Macri no usurpó el lugar de perseguido, se lo ofrendaron los aprendices de censores. Llamarlos fascistas parece mucho, pero es poco: también demostraron una ignorancia inesperada tratándose de gente que va y viene con libros.
Los de historia argentina contemporánea y los de ciencias políticas, sin ir más lejos, dan cuenta de lo arraigado que está el victimismo (tendencia a considerarse víctima o hacerse pasar por tal) como mecanismo político cultural debido al efecto de las sucesivas exclusiones y persecuciones y a la forma en la que reaccionaron los perseguidos del siglo XIX en adelante. Unas veces con razón, otras con sobreactuaciones, fue el peronismo el que consagró el victimismo como recurso medular de acción política. Lo integró a su adn de entrada porque el movimiento surgió como expresión de una clase marginada, con un líder militar que se presentaba perseguido por sus camaradas, pero la abrazó para siempre después de la llamada Resistencia. El peronismo fue entonces perseguido y proscripto por gobiernos militares y gobiernos civiles tutelados a los cuales retribuyó con agitación, huelgas, sabotaje, violencia política, en fin, de diversos talles. Pero aquel antiperonismo vio, perplejo, cómo ese medio país al que quería silenciar y sacar del juego retornaba al poder, recargado, al cabo de 17 años y hasta reponía a Perón en la Casa Rosada.
El victimismo generalmente requiere de un disparador, no es que no lo haya, pero para potenciar la compasión suma una contribución del agraviado. He aquí el punto más interesante en el caso de Macri y los libreros prohibidores, como les dice Sebrelli. ¿Qué hizo Macri? Un tuit.
Tuiteó que su libro estaba por llegar a las librerías de todo el país. Y puso: “A pesar de episodios aislados de intolerancia y fanatismo estoy contento y agradecido de comprobar el compromiso con la libertad de expresión y el debate de la inmensa mayoría de los libreros argentinos”. En rigor, a los libreros, que están moral y comercialmente comprometidos con la libertad de expresión, tal vez sería demasiado pedirles que también tengan compromiso con el debate, un asunto más propio de los lectores.
Macri sólo hizo una tibia referencia al atropello. Lo cual demostró una vez más que también existe una grieta metodológica y que aquí no sólo estuvo en juego la libertad de expresión sino la forma de hacer política. Si en los días previos a la salida del libro Sinceramente un par de libreros hubiera vociferado que había resuelto no venderlo seguramente se la habría escuchado a Cristina Kirchner denunciando haber sido objeto de censura en las Naciones Unidas, la UNESCO y en organizaciones mundiales de derechos humanos, tras acusar a Macri de haber organizado un gravísimo atentado agravado por la condición de mujer de la autora. Desde luego, habríamos visto escraches a las librerías en cuestión.
Macri, en cambio, reincidió en sus reacciones zen, justo en la misma semana en la que condenó -con buen criterio- la agresión sufrida en Lago Puelo por el presidente Alberto Fernández, un gesto que la vicepresidenta no consideró necesario imitar. Mucho menos alguna voz representativa del kirchnerismo fijó posición contraria a la idea de trabar las ventas del libro de Macri.
Hay una pregunta central en la política argentina: ¿Cómo se concilian estos dos mundos para tramitar sus diferencias de manera civilizada? El libro de Cristina Kirchner no aportó ninguna respuesta. Veremos si el de Macri lo hace.
© La Nación
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