Por Héctor M. Guyot
En sus primeros años, el kirchnerismo pervirtió la causa de los derechos humanos para convertirla en uno de los pilares del relato. Contó para eso con la ayuda de hombres y mujeres que, tras años de defender un valor universal con altura y coraje, pasaron a militar en una facción que atenta contra aquello que defendían.
Los Kirchner no solo bastardearon una causa noble y esencial. También hicieron voceros suyos a muchos de los que la representaban, quienes, al parcializarse, perdieron representación. El miércoles, Día de la Memoria, Estela de Carlotto fue hablada por el relato. Dijo que Mauricio Macri es un “delincuente” que “tiene que estar preso” y acusó a la oposición de “llenar a la gente de odio”. También vinculó al macrismo con la dictadura y dijo que Cristina Kirchner es víctima del lawfare. Fue una muestra de cómo alguien inteligente puede repetir consignas que reproducen, en fondo y forma, la construcción discursiva con la que la vicepresidenta busca imponer un orden imaginario que prevalezca sobre la prueba que ha reunido la Justicia.
También en Formosa acusaron a la oposición de “impulsar la política del odio”. El jueves, la capital amaneció cubierta de afiches. Bajo fotografías de los senadores Luis Naidenoff y Ricardo Buryaile, y de la concejala del peronismo disidente Gabriela Neme, el oficialismo estampó una leyenda que delata un pensamiento infantil: “Estos son los culpables de los muertos por Covid-19 en Formosa”. Abajo, acaso en un reproche inconsciente a una ciudadanía que desafía al caudillo y sale a la calle a defender sus derechos, remataron: “Háganse cargo”.
Triste: el kirchnerismo es capaz de emparejar a una antigua luchadora de los derechos humanos con el gobernador Gildo Insfrán, que en su provincia avasalla a diario esos derechos para seguir eternizado en un poder autocrático que solo propone verticalismo y sumisión.
Quizá sea esto último –el verticalismo y la sumisión, tan caros a la vicepresidenta– lo que convierte al gobernador formoseño en un político ejemplar a ojos del oficialismo. Porque las mismas características, aunque extremadas por un uso de la fuerza que ya no reconoce límites, ostenta el régimen chavista de Venezuela, que esta semana fue reivindicado por el Gobierno. La salida de la Argentina del Grupo de Lima, un colectivo de países que busca una solución democrática para la crisis venezolana, confirma la afinidad del kirchnerismo con los líderes despóticos del país y del mundo, cualquiera sea su signo, de Maduro a Putin.
Michelle Bachelet hizo para las Naciones Unidas un informe demoledor en el que consigna las torturas y las muertes de disidentes a manos del régimen bolivariano. Sin embargo, el Gobierno propone con hipocresía un “diálogo inclusivo” en Venezuela. Maduro es tan proclive al diálogo como Cristina Kirchner. Luis Almagro, secretario de la OEA, reclamó más apoyo a “la lucha contra la tiranía” venezolana. No lo va a encontrar en el gobierno argentino. Con este aval a un régimen que mata y tortura, el kirchnerismo suma otra evidencia de que se apropió de la causa de los derechos humanos, ninguneando a Raúl Alfonsín, solo para usarla como instrumento de su vocación hegemónica.
La alusión de Estela de Carlotto y del régimen de Gildo Insfrán al odio no es casualidad. Es síntoma del aumento de la violencia política en el país, que crece desde principios de mes, cuando el Presidente y la vice le declararon la guerra a la Justicia en discursos incendiarios. El odio es el negocio del populismo. Lo fomenta para profundizar la polarización en la que se asienta el relato. Y hoy el relato se centra en la idea de lawfare, una ficción que para prosperar requiere la adhesión fanática de una masa crítica que vea al demonio en la oposición, así como el acompañamiento cómplice de los calculadores que solo piensan en su beneficio o en mantener sus privilegios. De todos modos, es difícil que el relato pueda disimular la ilegalidad de los ataques que el Gobierno, dominado por las obsesiones de la vicepresidenta, lanza a diario contra jueces y fiscales. Tampoco parece probable que la ficción pueda neutralizar todo lo actuado en expedientes avanzados, algunos de ellos ya en etapa de juicio oral.
Para peor, allí donde el kirchnerismo pretendía denunciar lawfare la cosa se dio vuelta y los acusadores pasaron al banquillo de los investigados. “Operativo Puf. Bonadio, Stornelli, puf”, le soplaba en mayo de 2019 el hoy diputado Eduardo Valdés a Juan Pablo Schiavi, preso en el penal de Ezeiza. Se refería a la causa que Alejo Ramos Padilla, entonces juez de Dolores, abriría para dinamitar la causa de los cuadernos de las coimas. Esta semana, la Cámara Federal ordenó investigar a quienes impulsaron esa operación. Hechos versus relato, esa es la pelea de fondo. La apelación al odio, la violencia verbal, la polarización, son formas de fortalecer el relato. La verdadera lucha de Cristina Kirchner no es contra la oposición, sino contra la verdad.
© La Nación
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