Por Laura Di Marco
Ella sin barbijo. Obvio, las leyes son siempre para los otros. El, más aplicado, con el barbijo de rigor.
Con la precisión de la gestualidad corporal, Cristina le indicaba al alumno Alberto, en la previa a su segundo discurso ante la Asamblea Legislativa, cómo se firma el libro del Senado, cómo se enciende el micrófono (audio, botoncito, ¡tiqui, tiqui, Alberto!); lo calmaba palmeándolo, maternal, cuando se exaltó en el medio de un discurso nervioso y plagado de furcios (un defecto discursivo que Alberto no suele tener) y asentía en momentos de cristinismo sublime: el tramo dedicado a fustigar a la Justicia -en los “márgenes” de la democracia, según el Presidente- y el anuncio de una “querella criminal” que dé inicio a una investigación de la deuda tomada por el macrismo.
Música para los oídos de la profesora que asentía en silencio, aunque, hay que advertirlo, sin prodigarle ni un módico aplauso a su esforzado discípulo quién, en un año de curso acelerado, logró aprenderse de memoria y un trámite exprés el libreto de su mentora. La criatura que Cristina fabricó pareció responderle, al menos en el plano discursivo, doce meses más tarde: lejos, muy lejos quedó el Alberto de hace un año atrás quién, frente al mismo recinto y con un discurso articulado, se proponía como un artífice de la unidad nacional. El presidente antigrieta.
Nada de eso sucedió este mediodía. Hoy Alberto Fernández se mostró, sin máscaras, como el jefe de una facción, a imagen y semejanza de la profe K. “La unidad es sinfónica”, ensayó el discípulo, con un toque poético, apuntando a disimular las internas en el Frente de Todos bajo la virtud de la “pluralidad de voces”. Una sinfonía que indudablemente reconoce a una clara directora de orquesta.
En el arranque, hay que decirlo, había generado alguna ilusión de reparación verbal sobre el caso del vacunatorio vip, que disparó su imagen negativa al 60 por ciento (superando la de Macri). Fue cuando dijo que venía “con la humildad de quien puede reconocer errores”. Sin embargo, después de dos horas de exposición, Alberto nunca pidió perdón por los privilegiar de sus amigos. “Perdón”, una palabra desconocida en el diccionario cristinista y que, muy probablemente, habría generado un disgusto en su profesora. En cambio, sí les exigió un “mea culpa” a sus antecesores. ¡La pucha! Si fue capaz de pedirle disculpas a Viviana Canosa durante un almuerzo en Olivos, ¿acaso los argentinos indignados merecíamos menos?
Si Cristina nunca fue transparente en el manejo de los dineros públicos, hay que reconocerle que sí lo es -y mucho- en otro aspecto: su cara.
Su rostro y sus gestos, aunque con muestras disimuladas (forzadas) de apoyo, dejaban traslucir, sin embargo, una sutil desaprobación: la furia que la invade por la falta de eficacia de su criatura política en el manejo del Gobierno, el fallo contra Lázaro Báez y la insoportable demora en la resolución de las complicaciones judiciales que acechan a su familia.
Cuando la cámara no la tomaba, Cristina parecía aburrirse con el discurso de su ahijado; por momentos, dejaba flotar la mirada, distraída, barriendo el recinto con indiferencia y tamborileando los dedos, impaciente. Solo cuando sabía que la lente la estaba apuntando ejecutaba un calculado gesto de aprobación. La actuación es lo suyo, qué duda cabe.
Pero su gozo pareció trepar hasta lo indecible cuando el alumno pronunció la palabra mágica: “intereses concentrados”. El dardo fue, naturalmente, para los grandes medios, cuyos periodistas “escriben preservando intereses concentrados”. Desde el recinto le respondieron con un nombre y un apellido: apenas dos palabras para exponer la contradicción presidencial: “Lázaro Báez” que, en la carrera de empleado a millonario, “concentró” 55 millones de dólares que podrían haber ido a “los últimos”, objeto de los desvelos del relato presidencial. Pirotecnia verbal, como diría el Presidente.
“Quienes independizaron nuestro país no tuvieron angustia; tuvieron coraje”, aleccionó, en otro tramo. Olvidó decir, sin embargo, que la mayoría de aquellos próceres fundacionales murió pobre. Un abismo moral con los nuevos ricos integrantes de su Gobierno, empezando por su implacable profesora, frente a la que al mediodía rindió examen.
© La Nación
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