Por Loris Zanatta |
¿El Gobierno considera oportuno vacunar a ministros, gobernadores, jueces de la Corte, a todos los altos cargos del Estado? ¿A otros más? ¿Basado en su rol institucional? Legítimo. Siempre que no dependa del partido, la familia, la billetera; que explique quién y por qué; que se responsabilice por ello. La transparencia lo es todo en democracia. Algunos fruncirán la nariz: ¡la casta habitual! Otros aprobarán: es lo correcto. Todos expresarán su opinión en las urnas, sobre esto como sobre el resto.
Pero no; a la claridad, el Gobierno prefirió el secreto; a las reglas, el arbitrio; al protocolo, el dedazo: además de a las autoridades, vacunó a familias, amigos, clientes, todos de la misma tribu, la suya. El daño es peor de lo que parece. No solo se han desviado vacunas urgentes para médicos, maestros y jubilados. Se ha ridiculizado la confianza de los ciudadanos en las instituciones. Destruir la confianza es la falta más grave.
Alguien dirá que tanto ruido es excesivo: ¿qué puede pasar por unos pinchazos? En abstracto es cierto: hay cosas peores. Por ejemplo, el asalto sistemático al Poder Judicial, un golpe rastrero contra el equilibrio de poderes, el Estado de Derecho, el núcleo duro de la democracia. Pero la historia no va por caminos rectos: hay gotas que hacen desbordar los vasos, pequeños cráteres que hacen erupcionar los volcanes, chispas que prenden fuego a grandes selvas. El vacunagate amenaza tener tal efecto en un país agotado por la pandemia y la recesión, al mostrar sin velos el vacío ético de una clase dirigente, la hipocresía de su ideología, la descarada brecha entre palabras y hechos, prédicas y prácticas.
¡Si al menos el Gobierno lo hubiera aprovechado para enmendarse y barrer por casa! Quizás hubiera limitado el incendio, aplacado la ira, convencido a algunos de su buena fe. La apertura del Congreso era una gran ocasión, un sabroso bocado para cualquier estadista digno de ese nombre. ¡Qué va! ¡Habría que tener estadistas! Como si conociera una sola partitura, triunfalista y provocativo, el Presidente se interpretó a sí mismo: buscando chivos expiatorios, llamando derechos a los delitos, entonando la habitual letanía victimista. Arrogante e inoperante, dogmático e irresponsable, vive en su mundo.
Sin embargo, la realidad toca a la puerta. Como un caballo encolerizado, se le vuelve en contra, resopla, patea, se cabrea. El relato se desinfla, las palabras usadas para herir rebotan, las viejas consignas suenan a marchas fúnebres. ¿Dónde está la oligarquía, el fantasma siempre evocado, si no en las habitaciones de un poder que no reconoce límites? ¿Dónde está el “pueblo” con el que se llenan la boca cuando el privilegio se exhibe sin pudor? ¿Dónde están los famosos “descartados” cuando los poderosos se proclaman “estratégicos”? ¿Y los “pobres”? “Un cierto gusto de ser bueno para con los pobres –advirtió un cura hoy olvidado– puede esconder una voluntad de potencia”. De eso se trata.
¿Cómo explicarlo? ¿Son ideas buenas mal aplicadas? ¿Manzanas podridas caídas por casualidad en la canasta de las maravillas? Yo pienso que es un problema de “cultura”: el escándalo de las vacunas es un amasijo de arcaicos rasgos culturales. Tiene una buena dosis de patrimonialismo, propio de las sociedades del Antiguo Régimen: el Estado es mío y lo uso para recompensar a los fieles y castigar a los infieles. Tiene otra dosis de unanimismo, propio de las sociedades predemocráticas: somos el “pueblo elegido”, el único verdadero, parecen decir las obtusas sonrisas de los militantes que celebran la vacuna usurpada. Y hay una masiva dosis de corporativismo, ingrediente clave de las sociedades estamentales, donde los derechos y los deberes no eran universales, sino atribución del cuerpo social al que se pertenecía. La única diferencia, necesaria adaptación a la sociedad de masas, es que lo que una vez dependía de la cuna depende ahora de la fe política, del clan, de la lógica mafiosa de la tribu. El mérito, el esfuerzo, el compromiso, verdaderos motores de la movilidad social, termómetros de la sociedad democrática, no cuentan.
El kirchnerismo no se diferencia en esto del primer peronismo, del estado gansteril chavista, del “socialismo” cubano y sus emuladores: la antigua socialidad basada en el amiguismo y la clientela, el familismo y el favoritismo, anula las relaciones impersonales reguladas por la ley, la transparencia e imparcialidad que son el oxígeno de las sociedades abiertas.
Nada de qué sorprenderse. Imbuidos de cavilaciones sobre el “ser nacional” y su “destino”, sumergidos por ríos de tinta sobre el carácter mítico del “pueblo” y su “cultura”, obsesionados con el peligro de que el “racionalismo” occidental estropee la patria y su identidad, desprecian la ética y las instituciones liberales. ¿Qué les oponen? Lo “nuestro”, lo “nacional”, lo “popular”, se jactan inflando el pecho. Sin embargo, como todos construyen la historia con los materiales de su pasado y los del pasado latinoamericano son en gran parte legados de la hispanidad colonial, su creación se le asemeja; por cierto son hijos suyos el patrimonialismo, el unanimismo, el corporativismo. Sucede entonces que, con tal de combatir el Occidente liberal, replican los modelos del Occidente preliberal. En nombre de “lo autóctono”, claro. Modelos de los que la antigua madre patria se liberó a duras penas. Es verdad que la historia invierte a veces el sentido de las palabras: los populistas latinoamericanos se creen “progresistas”, pero cultivan utopías reaccionarias. ¿Podrán los supuestos “reaccionarios”, los hombres de espíritu liberal, actuar como “progresistas”? Esa es su responsabilidad histórica.
© La Nación
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