Por Manuel Vicent |
Cuando uno se siente muy sucio por dentro debido a la pegajosa realidad de la vida, una visita al Museo del Prado es como bañarse en la fuente clara de Castalia al pie del Parnaso, de la que se sale siempre limpio y purificado. Bajo la pandemia del coronavirus que sigue infectando a esta primavera colgada ya de las acacias, en el Prado se va a inaugurar una exposición de pintura mitológica, desde Tiziano pasando por Rubens, Van Dyck, Poussin y así hasta Velázquez.
Se trata de una descarga de belleza, que deja inmunizado durante un tiempo al espectador contra cualquier clase de miseria. Mientras en la calle las pasiones de la gente son todas de andar por casa, en el Prado la Venus de Tiziano desnuda y desesperada trata de retener a Adonis, y Dánae, hija del rey de Argos, es tomada por Zeus con una lluvia de oro.
Las tres Gracias de Rubens, pletóricas, sin duda pasadas de báscula, se ven rodeadas de festines de dioses exacerbados, musculados, contorsionistas, poseídos por todos los placeres que suceden en jardines y en lechos entre cortinajes y almohadones bajo el capricho de Cupido.
A estos dioses, si vivieran hoy, su libertad los llevaría a la cárcel, pero este frenesí carnal se detiene ante el cuadro de Las hilanderas de Velázquez cuyo tapiz de fondo contiene el mito de Aracne, una tejedora que desafió a Palas Atenea a bordar con más destreza y fue convertida en araña por la diosa celosa y vengativa. En el primer plano el pintor ha instalado la realidad cotidiana de un taller de mujeres hilanderas que están tejiendo con sus manos obreras el propio mito y entre la realidad y el mito solo se interpone la luz.
Velázquez venía de Caravaggio y tratando ser Tiziano se quedó a mitad de camino entre los dos y descubrió que la verdad de la pintura consiste en pintar el aire. A la salida del Prado las abejas libaban ya el primer azúcar del Botánico.
© El País (España)
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