Por Pablo Mendelevich |
En la Casa Rosada ya había habido mandatarios en el más crudo sentido de la expresión, es decir, ungidos por un mandante. Y ya habíamos tenido presidentes del Partido Justicialista de igual factura (en general ex gobernadores), puestos por un líder que por algún motivo prefería ceder el asiento partidario. Lo que no se había producido nunca es el mismo fenómeno delegativo simultáneamente en los dos cargos, la presidencia de la Nación y la presidencia del PJ nacional. Alberto Fernández puede decir que es el primer mandatario doble de mandante única.
Aunque esta vez la utilidad del encumbramiento es menos transparente. La primera misión de Fernández, eso está claro, no será redefinir conceptualmente al peronismo, renovarlo ni inyectarle ideas sino mantenerlo pegado. Aceitarlo como maquinaria electoral eficiente, asunto relacionado con la mentada unidad. La lista única, producto de largas negociaciones, para eso repartió cargos entre los distintos sectores del movimiento, si bien en los hechos todos, se sientan unos albertistas y otros massistas, camporistas, kirchneristas, cristinistas puros o lo que sea, por acción u omisión tributan al liderazgo agazapado de la vicepresidenta. Un buen ejemplo de esto son los ministros de Seguridad antagónicos Sabina Frederic y Sergio Berni, quienes el lunes compartieron la ceremonia partidaria. Es cierto que a Frederic no le tocó nada. Berni estaba asumiendo como consejero titular, un dato a tener en cuenta si algún día lo quieren convertir en exministro. O tal vez no: Hugo Moyano, autor de la frase “el PJ es una cáscara vacía”, entró y salió de las estructuras partidarias con ritmo desfasado del que tuvo su vaivén como oficialista y opositor.
Ya no se le escapa a nadie que la reactivación del partido (el vencimiento de los mandatos de la insulsa gestión Gioja se hubiera podido resolver con sordina) tiene en el fondo un propósito familiar: ambientar el ascenso del hijo de la mandante al Partido Justicialista que de veras importa, el bonaerense. Partido provincial nunca antes presidido por un Kirchner ni por nadie con corta experiencia política como Máximo, en vertiginosa carrera por honrar su nombre.
El acto del lunes en Defensores de Belgrano -por un rato Defensores de Cristina- también sirvió para ratificar la concepción peronista de la competencia democrática. En su discurso Fernández se congratuló de lo “inteligente” que fue para el peronismo unirse, “darnos cuenta –dijo- de que divididos los sinvergüenzas se hacían del poder”. Con sinvergüenzas se refería a la coalición que llegó al poder en 2015 con el 51,34 % (casi trece millones de votos) y que perdió en 2019 con 40,28 % (10,8 millones de votos). También enhebró la historia del peronismo con la historia argentina gobierno por gobierno, hito por hito, pero cuando llegó a 1974 dijo que se murió Perón y vino el golpe. Un momento de amnesia, se ve, lo llevó a saltearse a la primera presidenta mujer que tuvo el país (y según el Guiness, el continente entero), quien también se llama Perón (por eso accedió al poder en la fórmula Perón-Perón), gobernó casi dos años, se aferró al ministro de Bienestar Social que le había dejado el general (López Rega) y por la cartera de Economía hizo desfilar nada menos que a seis figuras bastante recordadas del peronismo (Gelbard, Gómez Morales, Rodrigo, Bonanni, Cafiero y Mondelli), si bien no acompañadas por el éxito, tampoco por la paz, ya que entonces la Triple A sembraba el terrorismo de estado y la guerrilla peronista combatía al gobierno del mismo signo.
Reescribir la historia es una especialidad de la casa desde que Perón cambió algunos datos de la Argentina de postguerra que encontró cuando fue elegido en 1946. Por eso, que el flamante presidente del partido cual David Copperfield haga desaparecer a un gobierno peronista entero que lo incomoda no resulta tan asombroso.
El peronismo es previsible. No se debe ello a una vocación por la planificación meticulosa. Al contrario, la sorpresa, un beneficio derivado del verticalismo, ya era un recurso muy peronista cuando Cristina Kirchner lo potenció. Hasta Alberto Fernández le echó mano cada vez que pudo. Su sorpresa más recordada fue el fiasco de Vicentin. La más fresca, la cadena nacional de la semana pasada (no sólo porque no se supiera que iba a anunciar que faltan vacunas, tampoco se sospechaba que desempolvaría la cadena).
La previsibilidad del peronismo, en verdad, se debe a que se repite a sí mismo. Los peronistas entienden que ese comportamiento es una exhibición de coherencia, una fortaleza, y en cierto modo tienen razón. Fernández fue el lunes por el lado de que no hay un partido más moderno que el PJ, frase que probablemente habría tenido que tachar del discurso si el acto hubiera sido no en una cancha bien acondicionada sino en la sede partidaria de la calle Matheu, donde las telarañas en algún momento llegaron a no ser metáfora.
Antes que una virtud de perseverancia ideológica, la repetición parece estar asociada a lo metodológico, a los instrumental, a lo estilístico. El ejemplo más trillado es el de los controles de precios. Desde que a comienzos de los cincuenta Perón clausuraba almacenes y enfrentaba in situ con vigor policial el “agio y la especulación”, el enfoque de que la inflación es un problema moral y hay que derrotar a los malvados que aumentan los precios se renovó incansablemente, por supuesto con parejo resultado. Hoy resplandece de nuevo, lo que recrea ese sentido circular de la historia.
Desde que a comienzos de los cincuenta Perón clausuraba almacenes y enfrentaba in situ con vigor policial el “agio y la especulación”, el enfoque de que la inflación es un problema moral y hay que derrotar a los malvados que aumentan los precios se renovó incansablemente.
Es cierto, ensanchan derechos ajustándose a cada época con elasticidad impar. Y también revierten derechos. Como el derecho a votar que hasta hace dos días tenían los argentinos que están afuera, quienes ahora envidiarán a los bolivianos que en las escuelas porteñas pudieron elegir presidente de Bolivia. Repite el peronismo conductas ancestrales como la acción política a partir de una antinomia central, la demonización de los opositores, la sobreactuación del desprecio por las convenciones sociales, el desarrollo de la prensa partidizada asistida con fondos públicos, la ocupación de todos los rincones del Estado con militantes, una ambigüedad doctrinaria frente al capitalismo y a la inversión extranjera, los ataques a la Corte Suprema a la que no se controla o la recreación de un enemigo inasible que priva al pueblo de la felicidad, ayer la sinarquía internacional, hoy el más sofisticado lawfare. Allí aparece como novedad no el anhelo de subordinar al Poder Judicial pero sí el de hacerlo para buscar impunidad personalizada.
Los actos del peronismo, se lo volvió a ver el lunes, sí que se modernizaron. Desde el modelo de los actos del Bicentenario hay una estética copiada del ámbito del espectáculo. Más pantallas, menos bombos, alguna coreografía. Pero la esencia movimientista originaria, donde todo siempre pareció caber, prevalece. El partido tiene una funcionalidad electoral y ahora, precisamente, le toca contener a los fragmentos, sobrellevar el año en armonía, por lo menos hasta octubre. En 2019 el peronismo tuvo la inteligencia, bien dijo Fernández, de ver que la unidad tiene premio suculento. Una cuestión aritmética.
© La Nación
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