Por Jorge Fernández Díaz |
Borges prefería la sinopsis de una historia a su largo desarrollo literario, la condensación del cuento o el poema a la dilación y el gigantismo de la novela, el breve artículo ensayístico al extenso tratado, y la observación microscópica de los hechos altamente simbólicos a su prolongado abordaje narrativo. “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” narra en dos páginas la vida completa de un gaucho matrero, y reduce toda esa existencia al único acto de una noche.
En ese cuento figura un párrafo que confirma la filosofía borgeana: “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”.
Aplicando esa misma lógica podría decirse que todo el drama de la administración Cambiemos está condensado simbólicamente en un solo episodio y en un único personaje: Hugo Moyano. Y que esa experiencia particular pero paradigmática explica no solo las razones profundas de una derrota sino la tragedia conceptual que degradó a la Argentina durante los últimos 50 años.
En la página 95 de su libro “Primer tiempo” Mauricio Macri refiere que los reunió el feroz antikirchnerismo del camionero y la inauguración del monumento a Perón en la ciudad de Buenos Aires. En ese escenario tan poco “gorila”, Macri dijo defender al “Perón productivista” (sic) y entabló con el adorador de Hoffa una serie de charlas acerca de la conveniencia de exportarle al mundo los productos argentinos, y por lo tanto, la necesidad de reducir impuestos distorsivos y sobrecostos. Moyano estaba de acuerdo con la idea. “Hugo, el camión no puede valer 40% más y el doble que en otros países de América latina”. Hugo no podía refutarlo, y sin embargo, a la hora de la verdad comenzó a negarse con fuerza y, al final, entró lisa y llanamente en guerra. Añado de mi cosecha que incluso le recriminaba no haberlo blindado contra las causas judiciales que le llovían, con lo que automáticamente el jefe de Estado era culpable de todas ellas. Dicho en los términos de la cómica fraseología kirchnerista, ¿quién de los dos fue más “patriótico” en ese instante crucial: el que proponía sacrificios de coyuntura para generarle ganancias al país o el que se refugiaba en su pequeño egoísmo de sector?
La anécdota tiene una relevancia mayúscula, porque los camioneros no eran una mosca blanca. Las últimas décadas consolidaron una sociedad de sindicalistas ricos defendiendo a cualquier precio sus quintas, organizaciones sociales con praxis extorsiva, feudos y corporaciones de distinto nivel que se aferran a sus curros, cartelización empresarial, burocracias e instituciones intocables, parcelas prohibidas y negocios amurallados del statu quo, loteo de los diferentes mercados negros, y claro está: mafias diversas y en expansión. El creciente espíritu corporativista es la consecuencia de una cultura populista fuertemente arraigada, que salta cualquier grieta. Porque de ese entramado participan incluso abnegados republicanos de pico, que a la hora de los bifes son incapaces de ceder sus pequeños privilegios de facción. Ése es el país real: un paraíso donde casi todos están aclimatados a un sistema “exitoso” que nos lleva a la ruina, y donde, a su turno, cada uno profiere su grito de batalla: “Todo bien, pero la mía no se toca”.
¿Cuánto poder político acumulado o qué nivel de hecatombe nacional hacen falta para que esos intereses dispersos depongan sus armas y acepten formar un proyecto realmente progresista y colectivo? ¿Tuvo alguna vez una oportunidad verdadera una coalición que ganó por dos puntos, que carecía de mayorías en las dos cámaras del Congreso, que solo había triunfado en cinco provincias, que heredó las arcas vacías y una bomba de mecha corta, y que estaba obligada a no generar miedo y a manejarse con modales de señorita? Periodistas y politólogos republicanos exigían a Balcarce 50 que hicieran una excepción y les pagaran sumas astronómicas, dirigentes institucionalistas presionaban en vano al Presidente para que “metieran presa” a Cristina Kirchner, empresarios reclamaban que Macri apretara a los jueces para que ellos zafaran de la Justicia. Y con las mejores intenciones, pero con un enorme nivel de simplificación, sin evaluar la más elemental correlación de fuerzas, todos pedían distintas cosas para su país ideal: más congelamiento de tarifas o todo lo contrario, un shock devaluatorio con ajuste drástico y tarifazo demoledor, como si se pudiera alcanzar la sustentabilidad económica sin tener en cuenta la sustentabilidad política, y viceversa. O un acuerdo indiscriminado con el peronismo para desarmar los negociados que los propios peronistas -esos grandes expertos en deslealtades- seguían regenteando con desembozada alegría. Todos guardaban en el bolsillo del corazón una fórmula infalible del éxito, y la certeza de que todo era muy sencillo. Cuando los errores y la realidad demostraron lo contrario, cayeron en amargura negra y en instantánea autocomplacencia: unos imbéciles habían malogrado la ocasión; en cuatro años no habían conseguido transformarnos en Nueva Zelandia. Las autocríticas de quienes condujeron aquel proceso político acabado son bienvenidas, y siempre nos resultarán insuficientes (no podemos exculparlos), pero no dejan de ser hoy un mero revisionismo histórico.
El problema no es el pasado y sus tropiezos, sino el futuro y sus acechanzas. Ha brillado por su ausencia un debate profundo ya no solo en las tres cúpulas partidarias, sino también entre los republicanos más influyentes e informados, algunos de los cuales creían ingenuamente que la tarea era de entrada y salida rápida: la instauración de una democracia representativa con desarrollo vigoroso es un proyecto para varias generaciones. Una causa eterna.
Se pueden repudiar los ideales autoritarios y regresivos de La Cámpora, pero esa organización demostró que podía sobrevivir fuera del Estado y hacerse fuerte en el desaliento. Curiosamente, su espejo de resiliencia es hoy el ciudadano de a pie movilizado, que en estos dos años tuvo una conciencia heterodoxa, una cohesión y un sentido: las bases republicanas de todo signo van a la vanguardia; las elites esquivan el bulto y apelan a una negación plagada de clichés: algunos pasaron de la histeria al derrotismo y a una melancolía inconducente.
Todo eso hace pensar que la oposición cumple un valioso rol para el corto plazo, pero que no está preparada todavía para volver a gobernar. Parafraseando a Sebreli, hay deseos imaginarios en el antikirchnerismo, y poco realismo crudo. No existe conocimiento cabal del mapeo de la nación pauperizada y corporativa, ni acabada conciencia de los esfuerzos intelectuales que requiere la construcción de un nuevo poder, ni convencimiento acerca de la tremenda batalla cultural que exige una transformación viable. Siete gobiernos peronistas y al menos 25 años de colonización del pensamiento (solo desde 1983) deberían recordarles a los republicanos el tamaño del desafío y borrarles el facilismo mágico de café que a veces cultivan.
Enfrente no solo hay una Orga devoradora de recursos, sino una máquina de melodramas que no puede ser enfrentada sino con una épica emocional, así como no se puede conquistar sin plasticidad y concesiones al veleidoso centro apolítico, ni se puede ganar -nos guste o no- sin una comprensión de la “sensibilidad peronista” que impera en el conurbano. “Todas las teorías son legítimas y ninguna tiene importancia -decía Borges-. Lo que importa es lo que se hace con ellas”.
© La Nación
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