Por Carmen Posadas |
Hace unos años acompañé a un célebre escritor, académico y varias veces candidato al Nobel, a una librería. Mientras yo me dedicaba a rebuscar por ahí, observé cómo cuchicheaba con un empleado, que asintió antes de adentrarse en las profundidades de la trastienda en busca de algo. Siempre he sentido curiosidad por lo que leen otros. Tanta que más de una vez me he contorsionado hasta la tortícolis en trenes o en aviones intentando averiguarlo. ¿Qué tipo de lectura merecerá tanto secretismo?, me pregunté mientras me situaba tras una columna para descubrirlo.
Cuarenta y tantos años atrás y dado el perfil de mi acompañante, habría apostado por un libro político y prohibido; ahora, en cambio, solo quedaba una explicación posible. Un libro pornográfico, me dije, quizá uno sádico o masoquista, con fotos explícitas y brutales. Reapareció de las profundidades el empleado, pasó cerca de mi columna, estiré el cogote hasta descoyuntarme y alcancé a ver el cuerpo del delito: seis volúmenes gruesos de más de quinientas páginas cada uno, seis portadas colorinchudas y baratas; en resumen: seis novelas rosas de una popular (y multimillonaria) autora de literatura romántica. Por supuesto, nada dije a mi amigo académico cuando, al rato, vino a buscarme con una bolsa por la que ostentosamente asomaba una gruesa biografía de Kierkegaard; pero me quedé encantada. Uno de los míos, pensé, otro que, como yo, tiene alma de culebrón. Y sí. Antes lo ocultaba, pero ya no me importa que se sepa.
Desde niña, soy fan total de las radionovelas; lloré a mares con Ama Rosa e incluso con la cursilísima Simplemente María. En tiempos más recientes, no me perdía un capítulo de Cristal y, por supuesto, me zampé entera la espléndida Betty, la fea; de ahí que me interese tanto el reciente fenómeno turco del que quiero hablarles hoy. Me refiero al éxito de las telenovelas de ese país, que, meses atrás, comenzaron haciendo buenas audiencias en canales como Nova y ahora arrasan en canales abiertos. Con cuotas medias de más del dieciséis por ciento, primero la serie Mujer y más tarde otra titulada Mi hija dejan en mantillas a cualquiera de los superferolíticos y supuestamente intelectuales estrenos de Netflix o HBO.
Son muchas las voces que intentan encontrar explicación a éxito tan imprevisto como arrasador. Hay quien señala que en tiempos inciertos la gente busca refugio en historias sencillas que relatan situaciones trágicas, pero acaban siempre en final feliz. Otros opinan que los culebrones son buenos para la sociedad no solo porque dan esperanza, sino porque suelen ser muy eficaces a la hora de mandar mensajes positivos. «La serie Cristal –apunta un sociólogo– hizo más por la prevención del cáncer de mama que varias campañas publicitarias solo porque una de sus protagonistas lo padecía y se lo detectaban a tiempo». Y lo mismo ocurrió en Brasil en los años noventa cuando, en una exitosísima serie, madres de muchachos de las favelas animaban a sus hijos a comprar preservativos para evitar el sida. Todo esto es cierto y dice mucho en favor de un género que los intelectuales denuestan pensando que no está a la altura de sus mentes exquisitas. Pero a mí, que como digo he llorado océanos con los culebrones, me gustaría señalar dos enseñanzas que me han dejado.
La primera es que, en contra de lo que creen las antes mencionadas mentes exquisitas, la mala literatura conmueve tanto como la buena y se llora igual –o más– con Corín Tellado que con Emily Brönte, del mismo modo que, hablando de comedias, se le escapa a uno la carcajada con una de Woody Allen, pero también con Aterriza como puedas o incluso con una de Alfredo Landa. Y la segunda de las enseñanzas es que tanto la literatura como el cine se parecen mucho a la gastronomía. Un buen lector o un buen cinéfilo, por ejemplo, disfrutan mucho de un libro o de una película ‘caviar’. Pero como no solo de beluga vive el hombre (e incluso puede resultar indigesto), díganme ustedes: entre consomé Moskova y consomé Moskova, ¿a quién no le gusta zamparse de vez en cuando una hamburguesa chorreante de kétchup?
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