miércoles, 3 de febrero de 2021

Libertad tuitera

 Por Juan Manuel De Prada

A raíz de la supresión de la cuenta tuitera de Donald Trump se ha suscitado un delirante debate sobre la ‘libertad de expresión’. Pero, para que podamos hablar propiamente de ‘libertad de expresión’, necesariamente tiene que haber primero ‘expresión’. Y las redes sociales se concibieron, precisamente, para reprimir la expresión; es decir, para reprimir la capacidad humana de sacar algo fuera de sí (fuera de la trampa de la subjetividad) y encarnarlo en la realidad, a través de la comunicación verdadera, que exige vínculos ciertos, corazones concordes en la consecución de una acción compartida, almas empleadas en un esfuerzo común.

Las redes sociales fueron creadas, precisamente, para convertir la expresión humana en un sucedáneo o parodia siniestra. Para ello, en primer lugar, se preocuparon de halagar la subjetividad, hasta inducirla al solipsismo más desaforado, convirtiendo a sus usuarios en narcisos enfermizos que alimentan su vanidad excretando mensajes (cuanto más estridentes, más inanes, como prueba el caso del propio Trump). Y, en segundo lugar, las redes sociales se preocuparon de dotar a sus usuarios de un desaguadero de sus pasiones, para que se les vaya toda la fuerza por la boca (o por la tecla, o por la pantalla táctil), para que sus berrinches no se conviertan nunca en acción verdadera y se disipen como la gaseosa. Así, el sistema se aseguró de dotar a sus sometidos de un ‘derecho a la pataleta’ inane. Las redes sociales fueron creadas para acabar con la expresión fértil, como la pornografía ha sido creada para acabar con el deseo fecundo, generando un desvío o desaguadero que mantenga engolosinados a sus adeptos. Pornografía y redes sociales comparten la misión de combatir los vínculos ciertos, las uniones comprometidas, los frutos de la expresión humana.

Porque las redes sociales, como la pornografía, son ante todo un método de control social. Resulta, en verdad, chistoso que clamen a favor de la ‘libertad de expresión’ tuiteros emboscados detrás de seudónimos grotescos, meros ‘avatares’ que han renunciado a su identidad (al signo distintivo de su ser) a cambio de poder soltar machadas para que las retuitee su parroquia, en un bucle de regurgitaciones endogámicas. Al alistarnos en Twitter con nombres falsos o apodos estrambóticos, nos convertimos automáticamente en todo aquello que el sistema ansía convertirnos: alborotadores profesionales, charlatanes frustrados, ofendiditos desgañitados, espontáneos ávidos de protagonismo, exhibicionistas de nuestra vida privada, activistas de la performance, ingeniosos de baratillo, poseurs que se creen especiales, muy especiales, aunque no hagan sino retuitear a otros poseurs que a su vez se creen también especiales, muy especiales. ¡Exactamente la papilla humanoide que el sistema anhela!

La mayor prueba del cuadro del deterioro de la expresión humana que provocan las redes sociales nos la brinda, precisamente, Donald Trump, que, en lugar de dedicarse a ejercer la ‘expresión’ que corresponde al político, se puso a soltar paridas y bravuconerías en noventa caracteres (pisoteando la principal de las virtudes políticas, que es la prudencia, y poniendo en guardia a sus enemigos), hasta convertirse en un empleado más de Twitter (tan explotado como todos los demás usuarios, pues como todos no cobraba por hacer su trabajo; o el más pringado de todos, pues generaba más beneficios que ninguno). Si Donald Trump hubiese tenido valor de expresarse auténticamente como político, se habría dedicado a transformar un régimen político corrupto y corruptor después de conquistar el poder; pero prefirió desgañitarse en aspavientos vanos, hasta convertirse en una caricatura grotesca. El hombre que, conquistado el poder, podría haberse expresado libremente como un nuevo Julio César se convirtió así en una versión aspaventera y cobardona del fracasado Catilina (que carecía de poder, pero al menos era hombre grave y valiente). Y como tal pasará a la Historia, aunque no tenga ni siquiera un Cicerón que lo denigre ante la posteridad.

Pero quienes cambian su ‘libertad de expresión’ por el postureo de las redes sociales creadas para destruirla no merecen un Cicerón que los denigre. Y sus adeptos merecen ser abrazados por aquella forma de tiranía avizorada por Tocqueville, que degrada el alma sin torturar el cuerpo, ese «nuevo tipo de poder inmenso que les mantendrá en permanente adolescencia, buscando constantemente placeres vulgares», mientras reblandece sus voluntades y los reduce a la condición de rebaño. Rebaño, desde luego, con derecho a libertad tuitera.

© XLSemanal

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