Por Manuel Vicent |
El enorme caudal de palabras que desde la mañana a la noche vierten los políticos, los jerarcas eclesiásticos, los líderes de opinión y cualquier pelanas de lengua larga con un micrófono en la mano, constituye una selva oscura e intrincada en la que uno debe abrirse paso a machete a lo largo del día para no perecer asfixiado. Lo llamamos información, pero nunca como hoy este derecho inalienable ha causado en los ciudadanos tanta angustia y confusión.
Las noticias se han convertido en pócimas inoculadas con una dosis de veneno y falsedad a partes iguales. Cualquiera que haya pasado algún tiempo en la selva virgen sabe que la jungla está llena de sonidos que llegan de todos lados y de ninguno.
El hervor convulso que emiten las noticias a través de la radio, la televisión, las redes y plataformas es semejante al bullicio que producen en la selva los insectos en busca de alimento, las aves de todos los colores que cantan para seducir a la pareja, los orgasmos de las alimañas cuando copulan, las fieras mientras persiguen y devoran a la presa, los monos que ríen y gritan sin ningún significado. Y Tarzán si le da por hacer gárgaras. En la selva algunas serpientes venenosas también saben tocar el arpa.
Las palabras son vibraciones del aire que se originan en diversas partes del cuerpo de quien las pronuncia. Las palabras que el ciudadano subalterno se ve obligado a oír cada día como un castigo en la jauría de los medios, todas llevan su sello de origen, de modo que no es difícil discernir cuándo un político te habla desde el cerebro, el hígado o los genitales, o si un líder de opinión lo hace desde la mente, el corazón, el estómago o el intestino ciego.
Una vez liberadas, a muchas palabras se las lleva el viento, pero las hay que matan cuando se disparan como balas y algunas forman un dogal alrededor del cuello de su dueño y acaban por estrangularlo.
© El País (España)
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