Por Pablo Mendelevich |
Había una vez en un país lejano un movimiento populista. De la familia de las religiones políticas, diría Loris Zanatta. Desdeñoso con la pluralidad, nostálgico del partido único, habituado a predicar sobre los derechos del pueblo, rico en liturgia, saturado de euforia. El movimiento sobrevivió a infinitas tempestades mediante sucesivas reinvenciones.
Sus predicadores invocaban con frecuencia la inclusión. Dicho así, con eco patriótico. La inclusión de los excluidos. Como un elixir colectivo, sanador. Pero en la realidad, a los otros, a los no propios, los contreras como los bautizara en la Génesis la Jefa Espiritual, se los fustigaba mediante una pertinaz verborragia descalificadora. Medio pueblo, el que no adhería al credo, era objeto, en el mejor de los casos, de destrato. Entre otras cosas, a esa mitad no se la consideraba pueblo.
“Un día volverán a salir a la calle las personas de bien”, decía el presidente del país cuando quería desmerecer, por ejemplo, una manifestación opositora. Algo natural, ya que los contreras eran los culpables de todo aquello que requiriera de un culpable. Para ellos ni justicia, dejó dicho el fundador, un fervoroso devoto de la “comunidad organizada”.
En lo instrumental el movimiento seguía tres recetas anudadas: apetencia de poder, conversión del Estado en una pertenencia y ningún prurito para ajustar la aplicación de las normas y de la Justicia al doble estándar en todo cuanto se pudiera. En favor propio, se entiende.
Un día se desató en el mundo una pandemia. Miles de millones de personas fueron urgidas en todos los continentes a protegerse con barbijos para esperar las vacunas que devolverían la calma a la Humanidad. Por fin, al cabo de un año, aparecieron. Y su reparto a escala planetaria resultó tan decepcionantemente burdo como para convalidar una monografía escolar tema la injusticia. Sin embargo, algunos países pequeños, no sólo los poderosos, se hicieron de cuantiosos cargamentos con dosis para inocular gradualmente a su población según las prioridades convencionales. Países seguramente bien enfocados tanto en la negociación internacional con los laboratorios como en la logística sanitaria doméstica.
No fue el caso de la tierra en la que pulseaban de día y de noche los salvadores del pueblo con los contreras, un cisma sinfín al que le decían grieta. Con notable liquidez las vacunas reciclaron promesas oficiales, alimentaron discursos llenos de ilusiones, multiplicaron planillas de inscripción administradas por samaritanos militantes del movimiento, mientras los frasquitos con el líquido real escaseaban. Aunque al mismo tiempo se contabilizaban bastantes más vacunas disponibles que ciudadanos inmunizados. La eficacia del plan vacunatorio también era escasa.
Entonces resplandeció la casta privilegiada, la de los autotitulados buenos, los Mesías, a los que ahora se llamó sujetos estratégicos. Pero ellos no advirtieron que esta vez se trataba de algo distinto. Ya no del copamiento de reparticiones públicas, de obscenos privilegios jubilatorios, nepotismo, digitación judicial, ventajas con subsidios, licitaciones a medida, dineros públicos malhabidos, sino de algo inmediato, asequible, vulgar en el más crudo sentido del término: la diferencia entre morir o seguir viviendo. La diferencia para uno o para el abuelo de uno. Para el padre. Para el tío.
Esta historia continuará (quién sabe cómo).
Tanto funcionario estratégico y al final cometen un error táctico (táctica y estrategia habían sido conceptos fundamentales para el movimiento). No se dieron cuenta de que esta vez los despechados no eran los que se merecen ser despechados (los que no son pueblo y los que siéndolo comprenden las necesidades extraordinarias de los que mandan), sino todos. Ellos, nosotros, los de más allá, todos menos los vacunados en esa seudo clandestinidad (otro concepto sustancial del pasado épico del movimiento), con sede central en el Ministerio de Salud.
Las cosas no sucedieron de repente. El vacunatorio de los estratégicos tampoco interrumpió una tradición virtuosa en la que los privilegios eran pecados cívicos. Todo lo contrario. Algunos de los vacunados dijeron que en el momento ni se les ocurrió pensar que lo que estaban haciendo podía ser ilegal. En el peronismo, mucho menos en el kirchnerismo, casi no se conoce la sanción moral o ética, de modo que si algo no es rotundamente ilegal, pasa. Por más feo que sea su aspecto.
La superioridad que inspiró el arremangamiento de la elite para recibir su pinchazo en la penumbra del poder tiene cierto respaldo dogmático. Y a su vez fue una fase superior de los casos aislados en los que se supo que pululaban vacunaciones de privilegio sin que ninguna autoridad se mosqueara. Sobre todo, el Gobierno respaldó, por acción u omisión, el criterio de que La Cámpora participase en el proceso de manipular las prioridades vacunatorias. En materia de equidad, La Cámpora es una garantía. Si es por sus antecedentes, la parcialidad está asegurada.
Un segundo “error” crucial lo cometió el Presidente al echar rápido al ministro de Salud, bajo el supuesto de que con esa actitud firme y republicana extirpaba una malformación excepcional. No sólo no se trataba de algo excepcional. Nunca un presidente peronista había fulminado así a un ministro horas después de saberlo responsable de un hecho de corrupción. En todo caso hubo ministros que huyeron escandalizados por la corrupción (Béliz, Lavagna). Si después decidieron volver es otro asunto.
El plumazo con el que Fernández barrió a Ginés González García desconcertó al oficialismo. La palabra corrupción, al revés de táctica, estrategia o clandestinidad, ni siquiera figura, por innecesaria, en el léxico usual peronista. Como se sabe, el kirchnerismo atribuye las causas judiciales que lo tienen por protagonista a algo que llama lawfare, supuesto complot de la Justicia con los medios, una estrafalaria enajenación de responsabilidades que el presidente Fernández endosa.
En el vacunagate argentino (sólo hay otro en Perú), quien alteró las tradiciones, pues, no fue el ministro vacunador sino el presidente reparador. Pero pasados dos días se arrepintió. Todo volvió a la normalidad: dijo que la culpa había sido de los medios y del Gobierno anterior. Rutina. Mandó a los jueces y fiscales a investigar a Macri en vez de a los partícipes del escándalo por el que acababa de desprenderse del ministro de Salud en plena pandemia y habló de payasada. Vaya uno a saber qué asociación subconsciente lo traicionó: en los últimos años la única vez que apareció un payaso en una actividad oficial (en realidad, una payasa) fue junto a la nueva ministra de Salud Carla Vizzotti, cuando a propósito del Día del Niño se le quiso adicionar alegría al reporte de los muertos diarios por coronavirus.
El vacunagate no es un problema comunicacional, pero el Gobierno también tiene serias fallas en ese terreno, probablemente abonadas por las contradicciones del Presidente. Ni la propia vacuna se salteó el vaivén. El 2 de noviembre Fernández declaró a la agencia Sputnik: “Tengo dos muestras que me mandaron de Rusia al comienzo de la discusión, pero no me parece justo que yo me vacune y otros argentinos no puedan vacunarse, más allá de que yo sé la responsabilidad que tengo”. Ochenta días después lo injusto se volvió justo. Ninguno de los 7.375.000 mayores de 60 años que hay en el país, por cierto, se había vacunado para el 21 de enero, el día que Fernández se hizo aplicar en el Hospital Posadas la primera dosis. La ANMAT acababa de autorizar la vacuna rusa para mayores de sesenta.
Según la acepción presidencial del verbo poder, esos siete millones y pico de personas ya se la “podían” dar, lo que consagraba el principio de igualdad. Claro, sólo les faltaban las vacunas. Un episodio recargado de ambigüedades discursivas. No debía haber reproches si el Presidente de la Nación se vacunaba primero que nadie, tal como ocurrió con otros mandatarios, pero el nuestro consideró necesario alardear con un derecho a la igualdad que luego él mismo desoyó. La parte de darse la vacuna rusa para inspirar confianza funcionó muy bien, pero quizás no pueda decirse lo mismo respecto de la claridad para dejar sentado si para determinar su lugar en la lista las autoridades se regirían por el cargo, por la edad o por qué cosa. Ni qué autoridades serían diferenciadas del común de los mortales.
Atahualpa Yupanqui tal vez aceptaría que en la emergencia el tema de la propiedad de las vaquitas pasó a segundo plano. Con su permiso: las penas son de nosotros, las vacunas son ajenas.
© La Nación
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