Por Héctor M. Guyot
Resulta ingrato, tanto para quien escribe como para quien lee, señalar una y otra vez la distancia que media entre lo que el Gobierno dice y lo que en realidad hace. Entre su palabra y los hechos. Alguna vez resultó un ejercicio necesario, pero ahora esa distancia es evidente y se convirtió en la única constante de un gobierno marcado por las oscilaciones del Presidente.
Es decir, la tarea se torna obvia. Si se persevera en ese empeño, es solo porque parece claro que lo que hoy está en juego en la Argentina es el estatuto de la verdad. Por debajo de la hojarasca cotidiana, se libra una lucha sorda entre el relato y la realidad. Esto es, entre la voz caprichosa del líder y la ley. Entre populismo y Estado de Derecho. No hay posibilidad de conciliación, solo uno de ellos prevalecerá. Y eso determinará el destino del país.
Dicho esto, y a modo de ejemplo, vale volver al discurso que Alberto Fernández dio esta semana en Tucumán. Fue un compendio de los trucos a los que el kirchnerismo nos tiene habituados. Al referirse a la vacuna rusa reforzó la polarización, esa falaz antinomia entre “nosotros y ellos” sobre la que se construyó el relato: “Hace 20 días me decían que era un envenenador serial y ahora me piden que por favor consiga más veneno”, ironizó. “Cuando empezó la pandemia nos cambió toda la agenda, como al mundo entero, con la diferencia de que el mundo no tuvo que encontrarse con esta situación después de Macri”. Hasta aquí, un buen alumno que repite el manual. Más de lo mismo. Sin embargo, después agregó algo que pareció salir de su propia cosecha: “No podemos seguir con las mismas lógicas de siempre. Me criticaron porque lleno mis discursos de demandas morales: la política es moral y ética, y apelo a la moral y a la ética de los argentinos para que entiendan que no podemos caer en el mismo problema que siempre nos ha complicado”.
Sabemos que el kirchnerismo avanza sobre la república en nombre de los valores que destruye a su paso. Pero sabemos también lo que en verdad piensa Fernández acerca de quien lo llevó al poder con un mandato que ahora él, obediente debido, está ejecutando. Lo reveló durante los años que estuvo en el llano. “Cristina tiene una enorme distorsión de la realidad”, dijo, entre otras denuncias más graves. Hoy, sin ruborizarse, el Presidente colabora en la tarea de imponer esa distorsión a toda la sociedad. Nos quiere a todos instalados en la alienación del relato, empezando por los jueces. Y, como si fuera poco, aspira a presentarlo como una demanda moral y ética. ¿Hace falta? Las maniobras para obtener impunidad en las causas de corrupción que se le siguen a la vicepresidenta se multiplican sin pausa, y esto porque todos, incluido el Presidente, conocemos el peso de la prueba reunida en ellas.
Sin embargo, en algo tiene razón Fernández. Hace bien en demandar moral y ética. Sin ellas, la política se convierte en un juego salvaje de los poderosos, que luchan por la parte del león a costa del mismo pueblo que dicen defender. Este es el espectáculo que nos toca ver a diario a los argentinos. Posiblemente, solo si ponemos la ética como un valor alto podamos evitar una degradación todavía mayor. Desde esa perspectiva, veríamos en el cinismo de las palabras del Presidente la prueba de que estamos ante un gobierno que gobierna en beneficio de la elite dirigencial, es decir, en función de los intereses hegemónicos de un kirchnerismo que aspira a reunir el control de los tres poderes del Estado para garantizarle al populismo una larga vida.
El Presidente puso la ética en juego. De acuerdo, esa debe ser la apelación. Porque a la realidad, o a la distancia que media entre la realidad y el relato, ya la conocemos todos. Volvemos al principio. Ya no es necesario denunciar la intención que se esconde detrás de la reforma judicial, de los embates contra el procurador Casal, de la colonización de los juzgados y las cámaras de apelación, de las ideas de indulto y amnistía, del cambio trasnochado de unos artículos para que la Corte Suprema deje de ser la última instancia. Así como tampoco es necesario seguir describiendo el feudo de Gildo Insfrán en el norte del país: más allá de la absolución oficial y del aval del kirchnerismo a ese sistema que mantiene cautivos no solo a los supuestos contagiados de Covid, sino a toda una provincia, todos vimos lo que ocurre en Formosa. Incluidos los cínicos. Todos sabemos.
Hay hechos que son irrefutables, salvo acaso para aquellos que, hechizados por la palabra de su líder, han decidido prescindir de las evidencias de lo real y confunden la noche con el día. A medida que avanza el deterioro a causa de las contradicciones de un gobierno entrampado en las cláusulas perversas de su pacto de origen, el cinismo del relato es cada vez más evidente. Exponerlo empieza a resultar una redundancia. A estas alturas, se trata de detener con el voto lo que están llevando a cabo los cínicos. Eso sí es una cuestión ética. Y son muchos los que lo tienen en claro.
© La Nación
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