Por Marcos Novaro |
Es distinto hablar que escribir. Si uno se detiene a poner en negro sobre blanco algo que se le ocurrió, es porque después lo pensó y quiso dejar bien asentada no la ocurrencia del momento, sino una idea con la que se compromete en serio.
También es distinto firmar algo a título personal que hacerlo como representante de una organización, respaldando institucionalmente un planteo. En el segundo caso se decide involucrar en forma duradera y plena a una entidad colectiva en una posición, en cierto curso de acción que va para largo.
Eso es lo que está haciendo el Partido Justicialista en estos días, al firmar y difundir dos documentos públicos, ambos con posiciones muy duras sobre temas relevantes de actualidad: Formosa y la vacuna rusa. En ambos se coquetea peligrosamente con la más extrema polarización y el autoritarismo. Veámoslo.
Tan graves como los avances del autoritarismo formoseño han sido las justificaciones oficialistas que disparó su revelación pública. Nos mostraron reacciones preocupantes de funcionarios nacionales, tal vez motivadas en el cada vez más patente fracaso de la versión “moderada” de la unidad peronista con que Alberto llegó al poder.
Santiago Cafiero dio una vez más el ejemplo. No es alguien que se destaque por su cuidado en el uso de las palabras. Y su desbordada autoconfianza lo lleva a incurrir en gestos de soberbia tan destemplados como inoportunos, que le han sido reprochados estos días por Human Rights Watch.
Es que a raíz de los choques sobre el tema Formosa lanzó: “a nosotros no nos tienen que venir a decir qué hacer con los derechos humanos”. ¿Qué los inmunizaría contra esas críticas?, ¿el fervor ciego que les profesan Bonafini y Carlotto? ¿o el fracaso en resolver casos como el de Astudillo Castro y en general su gestión de las fuerzas de seguridad? Todos los gobernantes del mundo están sometidos a críticas por su ajuste a esos principios. Algunos dan más y otros menos motivos, pero en general rechazarlas a priori no parece ser la mejor manera de demostrar que no son merecidas y se es respetuoso de los derechos ajenos. Más bien es una forma tonta de autoinculparse, en que suelen caer funcionarios que, además de autoritarios, pecan de necios.
Claro que Cafiero igual sigue siendo un dechado de buenos modales al lado de algunos de sus colegas, como Horacio Pietragalla, el secretario de Derechos Humanos, que en su visita a Formosa además de encontrar que todo andaba fenómeno, porque según él si “no había desapariciones forzadas de personas” violaciones a los derechos humanos tampoco se podía decir que hubiera, tuvo tiempo para apretar a Félix Díaz, líder Qom de la provincia sugiriéndole que no hable más con medios opositores y milite en el oficialismo si quiere ayudar a su comunidad.
Aunque el premio mayor Pietragalla lo perdió en manos de José Mayans: “el derecho vos lo tenés pero no en pandemia… el Código Penal es claro, no podés andar contagiando a la gente”. Dos mentiras grandes como una casa: no hay forma de justificar ni en el Código Penal ni en las Constituciones nacional o provincial las atribuciones que se ha dado a sí mismo Insfrán para encerrar gente a discreción, con el objetivo de que “no contagie”. Algo que, convengamos, también aplicaría para muchas de las medidas adoptadas por decreto por el Ejecutivo nacional durante el último año. Que si no generaron más conflictos judiciales fue porque no se aplicaron en forma exhaustiva, fueron más marketing que otra cosa.
Así que se podría concluir, mirando el asunto desde el lado de la eficacia, que el sistemático autoritarismo practicado por Insfrán luce al menos sanitariamente más coherente con los objetivos declarados que lo que se hizo y hace en otras provincias, o a nivel nacional. Es este justamentemente el argumento que, en forma institucional y expresa, abrazó la conducción del PJ. Que se tomó el trabajo de escribir sobre el tema, así que se puede suponer que expresó convicciones más profundas que lo que improvisaron Mayans, Pietragalla o Cafiero. Lo que ya de por sí es un buen motivo para prestarle atención. Y alarmarse.
Según el PJ, “en pandemia la principal obligación de todo gobierno es defender la salud” y Formosa “se destaca especialmente por los indicadores sanitarios logrados en defensa de su población”. Como las críticas que se le hacen al gobernador y su gestión “no expresan un interés por el bienestar del pueblo formoseño” su único objetivo puede ser “atacar al peronismo y al gobierno peronista que les ganó en las urnas. Por este motivo llamaron a incumplir la cuarentena, militan en contra de la vacuna y fomentan la grieta en todos los ámbitos posibles… (y) esta actitud mezquina y egoísta puede costar la vida de muchos compatriotas”.
En síntesis, si Insfrán justifica lo que hace por la “necesidad de salvar vidas”, sea lo que sea que haga va a estar bien y va a estar mal criticarlo. Las razones y los límites legales de lo que un gobierno puede hacer habría que acomodarlos según las exigencias que él alegue existan para “salvar vidas”. Lo que tiene una gran utilidad si se quieren violar toda una gama de derechos, que tal vez también incluyan vidas, siempre que sean menos que las que Insfrán dice salvar. Y suprimir resistencias y obstáculos, que serán en consecuencia siempre “mezquinos y egoístas”.
Sería bueno que quienes conducen el PJ se anoticien de que la democracia argentina está basada en principios diferentes a estos. Las autoridades en nuestro país no pueden alegar fines nobles para justificar sus actos. Deben cumplir procedimientos establecidos y sortear controles legislativos, judiciales y de constitucionalidad. Si no lo hacen, por más nobles que sean sus fines declarados, por más beneficios que digan que resultarían de sus actos, ellos pueden ser legítimamente resistidos y frenados. Y si insisten en realizarlos podrían, o más bien deberían, ser sometidos a juicio, o desplazados de sus cargos por el Congreso Nacional en el caso de un gobernador.
Pero parece que nada de esto le interesa a nuestro partido gobernante. Según él Insfrán tiene resultados que mostrar. Y con eso alcanza y sobra para legitimarlo. En declaraciones de Mayans y otros oficialistas se avanzó en la razón por la que esto es así: en la ciudad de Buenos Aires no se actuó como en Formosa y supuestamente por eso hay muchos más muertos; así que la acusación se invierte, los que no respetan la cuarentena, desaniman a la gente de vacunarse y hacen lo imposible por contagiar (lo dijo también Mariano Recalde) son los gobernantes de la ciudad, así que son ellos los violadores de los derechos humanos.
Hay un montón de motivos, demográficos y de grado de desarrollo, por los cuales contener la pandemia en la ciudad de Buenos Aires resultó mucho más difícil que en Formosa. Así que esa comparación es algo absurda. Tan absurda como sostener que la administración porteña fue o es anticuarentena o antivacuna, calificaciones que muchos usan e impiden un debate sensato sobre las mejores medidas contra el virus.
Pero es cierto que en cambio se podría aplicar la comparación a lo que sucedió con la enfermedad en provincias similares a Formosa, por ejemplo, Chaco, Tucumán o Jujuy. Dado que los resultados de hacerlo favorecerían a Insfrán, ¿se justifica su modo de actuar? No parece que la eficacia esté asociada con el atropello: lo que denuncian muchos ciudadanos formoseños es que sufrieron absurdos, innecesarios e incluso contraproducentes, además de ilegales, abusos contra sus derechos. Por ejemplo, al mantener aisladas, mezcladas y amontonadas a personas con testeos positivos y negativos, al separar a niños pequeños de sus padres durante largos períodos de tiempo, hacinar familias enteras de las que solo algunos miembros estaban contagiados, bloquear las vías de ventilación y hasta de comunicación con el exterior de los centros de aislamiento, no brindar información alguna sobre lo que las autoridades pretendían hacer con esas personas, ni a ellas ni a quienes reclamaron saberlo, e infinidad de cosas parecidas.
Y de todos modos en el partido gobernante muchos siguen insistiendo en que los resultados logrados avalan a Insfrán. Porque los muertos son menos que en otros distritos. Lo que revela un ansia no solo circunstancial, sino doctrinaria: que el “caso Formosa” les permita mostrarse, aunque más autoritarios, menos ineficaces que las demás provincias que gobiernan, o que la nación. Si lo que hizo Insfrán “funcionó”, ¿por qué no, además de defenderlo, repetirlo?, ¿no convendría aplicarlo cuanto antes al manejo de otros asuntos, la economía, la inseguridad, cualquiera de los muchos asuntos irresueltos que nos agobian? Insfrán está siendo exaltado, entonces, porque es visto como oportuno antídoto contra fracasos en la gestión. Como los de Alberto.
Existe una probada afinidad entre el autoritarismo y la aplicación de políticas absurdas e inconvenientes. Justamente porque los regímenes autoritarios son sordos a las críticas, y por tanto suelen enterarse tarde de que lo que hacen es, incluso en términos de una acotada eficacia, contraproducente. Esto es en parte lo que ha estado pasando en Formosa: como se aisló por la fuerza y sin criterio a mucha gente, se facilitó que muchos se contagiaran de los que sí tenían que estar aislados, así que se extendió en el tiempo mucho más de lo necesario el aislamiento y se saturó los pocos espacios disponibles para hacerlo, que funcionaron por tanto en mucho peores condiciones de lo que pudieron haberlo hecho. Si Insfrán y su gente hubieran sido menos autoritarios se hubieran enterado antes de todo esto, y tal vez lo podrían haber corregido a tiempo. Y no recién ahora, como parecen estar finalmente intentando. Pero el argumento que esgrime institucionalmente el peronismo, aún en contra de esta tardía reacción “autocrítica” de Insfrán, es el opuesto: necesitamos más Formosas, hace falta más gente que actúe como su gobernador y menos que lo critique o resista.
Y no es casual que con el mismo ánimo encarara en estos días su batalla discursiva sobre la vacuna Sputnik-V y la tardía publicación de certificaciones de su confiabilidad.
Según sostuvo la conducción peronista en un nuevo documento público esas pruebas demostraron que antes de que existieran nadie debería haber dudado de su eficacia. En un razonamiento insólito, pretendió practicar retrospectivamente la imposición de “la verdad”, es decir, de una fe: habría que haberle creído a los que decían que la vacuna era eficaz porque quienes lo decían eran merecedores de una confianza ciega. ¿Y quiénes son esos afortunados? Ellos mismos.
De esta manera se disculpan disimuladamente de haber estado mintiendo: el problema no fue solo ni principalmente que se aplicó una vacuna que todavía no estaba certificada, sino que se mintió al respecto. Se cansaron de decir que era perfectamente confiable pues tenía todos los papeles en regla, sin mostrarlos, salvo meros partes de prensa del laboratorio. Un mamarracho. ¿Qué se podría justificar por el apuro en empezar la vacunación? Lo cierto es que para eso mucho no sirvió y sí provocó en cambio en la sociedad una gran desconfianza hacia esa vacuna en particular y hacia todo lo que hace el Estado contra la pandemia más en general. Es decir, un resultado peor que el que se hubiera alcanzado de haber esperado unos días. Porque encima, pese al apuro, apenas si se ha vacunado hasta ahora a unas 100.000 personas. E igual habrá que esperar semanas para que lleguen más dosis.
El gusto por un “autoritarismo eficaz” no es solo una idea que promueve nuestro partido de gobierno. Es una moda que se extiende en el mundo en nuestros días. Y encuentra dos de sus principales motores en Rusia y China, en sus gobiernos y en los “beneficios” que ellos supuestamente ofrecen al resto del mundo.
Para refrendar la vieja idea de que el autoritarismo puede ser más eficaz que la democracia, se pueden evocar los logros indiscutibles de Putin en estabilizar la política rusa, tras el caos que conllevó la caída del bloque soviético. El crecimiento de la economía china en las últimas décadas comparado con el de muchos países democráticos, por ejemplo, el nuestro. Y la contención del virus en el país que lo gestó, por lo que se sabe (aunque lo que se sabe es bastante poco confiable) con brutalidad, pero más rapidez y menos muertos que en otros lados. Todo esto y otros “datos” parecidos vienen a abonar las esperanzas que muchos están poniendo, a veces abiertamente, en una “dictadura racional, estable, modernizadora”.
Pero ya se ha dicho hasta el cansancio: la contracara de estos supuestos logros es bastante evidente apenas uno presta atención a los daños colaterales y las condiciones reales de vida que así se le imponen a las sociedades: solo en un país totalitario como China se pudo gestar una pandemia global como la del Covid sin que las autoridades reaccionaran a tiempo; solo gracias a las pautas de silencio que allí imperan se pudo encarcelar y perseguir sin grandes dificultades a los disidentes que pretendieron primero advertir del problema, para frenarlo antes de que se volviera global, y luego indagar realmente cómo fueron las cosas; y solo en ese contexto puede pretenderse ahora sepultar la verdad bajo un manto de olvido, que se quiere extender fuera de las fronteras extorsionando a terceros países con la promesa de una vacuna dudosa pero de rápida distribución, y con insólitas amenazas comerciales, que ya algunos países democráticos como Australia están padeciendo.
Hace un tiempo ya que el PJ viene jugueteando con la idea de reflotar sus antiguas filiaciones maoistas y coquetea con argumentos falaces sobre el “autoritarismo que necesitamos para superar la decadencia”. Ojalá estén a tiempo de repensarlo. Y en todo caso usar esas afinidades históricas para aprender de los respectivos errores y horrores cometidos en el pasado. Y tal vez también de cómo los chinos vienen administrando, no la pandemia ni los derechos humanos, sino su desarrollo capitalista.
© TN
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