Por Norma Morandini |
La muerte del presidente Carlos Menem desempolvó los archivos históricos, personales y periodísticos. Las anécdotas y las imágenes reconstruyeron una época con los ojos del presente: los rasgos y actitudes de Menem se exaltaron por contraposición a lo que se teme hoy en el kirchnerismo y se temió inicialmente en Menem, el peronismo no democrático, el caudillismo y la violencia política.
Un temor que explica, en parte, la metamorfosis ideológica de Menem. Sin embargo, su muerte develó rasgos positivos que vale señalar: Carlos Menem fue el primer presidente musulmán, enterrado con los ritos del Islam. Un rasgo positivo si se piensa que tan solo treinta años atrás sobrevivía la exigencia constitucional de profesar la religión católica para ser presidente. Pero ya se sabe, como observó Einstein, desarmar un prejuicio es más difícil que desmontar un átomo. Carlos Menem debió convertirse para no irritar a las elites porteñas, nacionalistas católicas, que siempre vieron a los árabes y a los judíos como una inmigración menos deseada. Los mentores de la idea de poblar la Argentina querían importar “hombres de buena voluntad”, blancos, granjeros laboriosos y no esos exóticos “asiáticos” como se los inscribía al llegar.
Árabes y judíos llegaron juntos a mediados del siglo XIX. Compartieron comida y mortaja, desde el inicio, fundaron juntos las instituciones sirio libanesas de la Argentina.
¿Pero quienes eran los árabes en la Argentina en el fin del siglo XX, amenazado por los fundamentalismos en un mundo occidental que temía al Islam como en el medioevo?
La figura de un presidente argentino musulmán, convertido al cristianismo, era un hecho histórico que justificaba la aventura intelectual de ir más allá de las simplificaciones prejuiciosas con las que se analizaba en la época la irrupción del hombre de las patillas. Porque tuve un abuelo nacido en el Líbano, seguí el consejo de Averroes, el filósofo árabe andaluz del siglo XII: “los secretos se rebelan fácilmente a quien sabe levantar el velo ligero. Aquel que no sabe de qué está hecho el nudo, no podrá deshacerlo”. Fui detrás de esos nudos de identidad para entender el impacto cultural de los árabes en la política argentina, especialmente en el peronismo. Esos “turcos” mal llamados con el nombre de sus opresores, el primer indicio de todo lo que ignorábamos.
Aún cuando al gobernar Menem fortaleció el preconcepto del “árabe truhán”, los prejuicios en la época corrían sueltos: “es un turco, si no te besa la mano, te la muerde”, “es un encantador de serpientes”, o “este hombre no es argentino”, las expresiones que se escuchaban entre los sectores cultos de Buenos Aires, ignorantes ya no tan solo de una civilización portentosa, lengua de poetas, sino de nuestra propia historia: Sarmiento, nacido Albarracin, descendía de un jeque sarraceno, Al ben Razin se enorgullecía de su linaje musulmán, usaba barba entera y un gorrito griego. Contaba que en los viajes lo confundían con un árabe, pero exageró su europeísmo para ganar un lugar al sol en la orgullosa Buenos Aires. Menem lo imitó, como hombre del interior que emulaba con el poncho y las patillas al Facundo, al llegar a Buenos Aires se fue despojando de su estética de caudillo que cambió por trajes elegantes de los mejores sastres de la capital.
Los dos presidentes argentinos descendientes del mismo tronco destacaron los rasgos árabes como exotismo pero gobernaron para las elites como si fueran anglosajones. Tras años de investigación, la aventura intelectual de ir detrás de mis orígenes maternos resultó en el libro El Harén, el “lugar intocable”, una expresión utilizada también para denominar La Meca. El harén es el lugar donde el hombre árabe protege a su familia, más parecido a una casa de provincia con hermanos, primos, cuñados y entenados que a la fantasía de los palacios de los sultanes.
En la Argentina, el harén no existe, pero Menem fue un presidente que disfrutó el poder como un califa, y “repudió” a su mujer Zulema, como lo permite el Islam. Sin embargo, a nadie le pareció anormal que el presidente de un país católico expulsara a la primera dama de la residencia oficial. Ninguna feminista se escandalizó por semejante humillación.
Menem y Zulema, hijos prósperos de familias sirias, provincianos, educados en el fatalismo del destino; la simbología de los sueños, y una cultura en la que la hipocresía no existe pero sobra la ambigüedad. Adhirieron al peronismo, exhibían un ideario político simple de lealtades y traiciones. Zulema perdió su poder de primera dama, pero adquirió la fuerza de una madre en duelo. Porque también perdió poder, no podemos siquiera imaginar qué hubiera sucedido si las Fuerzas Armadas de la Argentina terminaban comandadas por un general druso, Mohamed Ali Seneildín, hijo de un sheij del Libano, nacido en Entre Ríos de un padre irigoyenista.
No sé si conseguí deshacer totalmente la identidad árabe y su expresión política, más cercana a la ultraderecha nacionalista, con teorías antropológicas inventadas como equiparar al beduino con el gaucho, la bombacha y la babucha, la planicie y el hombre a caballo, el mate y el narguile. Sin sustento científico.
Efectivamente, Menem cambió hábitos, reglas y etiquetas. El provinciano que dejó de escandalizar con sus extravagancias cuando favoreció los intereses de los que siempre rechazaron al peronismo se convirtió “en el estadista que le cambió la cara al país”. Lo cierto es que los rasgos positivos de Menem, la afabilidad de trato, la tolerancia y el respeto al opositor los tuvo más por árabe que por la concepción política del sectarismo peronista que convierte al estado en una metáfora del harén, donde viven familias enteras, verdaderas dinastías políticas en las que se repiten los mismos apellidos en los cargos.
La medida más impopular de Menem fue el indulto, una broma siniestra, los montoneros con el dinero que aportaron a la campaña de Menem terminaron liberando a Videla. Como un predestinado, justificó su magnanimidad en una cuestión personal, él había sufrido como preso de la dictadura, podía perdonar por encima de la Justicia. Perdonó con el indulto y por otro lado envió al Congreso un proyecto de ley para instituir la pena de muerte para delitos de narcotráfico, algo que había prometido en la campaña electoral. ¿Ambigüedad árabe o hipocresía occidental? No hay respuesta en las dicotomías. La fecundidad de la vida es mucho más compleja, y los que contribuimos a formar opinión pública tenemos la obligación de ir más allá de las consignas y las simplificaciones que delatan pereza intelectual o ignorancia.
© La Nación
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