Por Carlos Ares (*) |
La aguja enhebrada con un hilo de angustia zurcía el agujero negro. Era un tuit a la deriva. Una botella con mensaje lanzada al océano de las redes desde un insomnio acantilado. Por ahí quería desembuchar algún dolorcito que le aparecía cuando respiraba hondo. La redactora del tuit arrojaba lejos el recuerdo heredado que la marea del tiempo le traía de regreso. Se notaba, por el texto llano, monótono, sin énfasis, que no tenía intención de agitar las aguas. Solo bordeaba el desgarro.
Tampoco sonaba a confesión sobre la hora, minutos agregados al juego, cuando ya la guadaña te hace cuello, pelo y barba. Eran unas pocas líneas escritas en un ácido limón que en su momento debe haber costado mucho tragar. Ese tipo de texto invisible inscripto en el fondo de la memoria que se va revelando al calor de una brasa cubierta de ceniza. Las palabras entonces no dichas aparecen, queman, se oyen, se leen, hablan solas.
“… Un día, habían pasado ya muchos años, mi mamá me contó. Fue como una confesión, como si se sacara algo muy pesado de adentro. Ella era muy chica cuando pasó, pero se acordaba bien. Me dijo: ‘… Cuando murió tu abuela Minguita, yo iba a tercer grado. Volví a la escuela. Se había muerto Eva Perón. Los colegios públicos tenían la orden de mandar alumnos al velatorio, y justo me eligen a mí... Le dije a tu abuelo José que no quería ir. Fue y habló con la directora. Le dijeron que no podía negarse. Cuando vino y me explicó que tenía que ir igual, el abuelo casi se pone a llorar. Me pusieron un moño negro en el brazo, sobre el delantal, y fui’”.
“En ese momento yo no entendía nada, pero con los años me di cuenta. Llevé luto por una desconocida cuando recién se había muerto mi mamá... Ya de grande le pregunté a tu abuelo cómo había permitido eso. Me dijo que en el barrio todos sabían que tenía su negocio cerca, donde estampaba telas para Grafa, que seguramente el jefe de manzana iba a denunciarlo si se enteraba de que no me dejaba ir al velorio. Viudo, dos hijos, había que estar ahí, eh... Da mucha bronca sentirse impotente, que te la tengas que aguantar así, en silencio. Pobre, lo que habrá sufrido...”.
Tenía esta espina clavada en la garganta, podría haber agregado ella, y ya está, me la saqué. Sangra un poquito la herida al contar, pero en unos días cierra. Un testimonio al fin, no más, depositado ahí como una flor en la tumba, dejado como un beso de la mano sobre la lápida. Tal vez solo quería eso. Apartar, olvidar, seguir. Se debe haber sorprendido mucho cuando le empezaron a llegar en catarata tuits que la arrobaban con historias parecidas, como si se hubiera quebrado una represa de voces mudas, obligadas a callar.
“A mis abuelos maternos les marcaron la casa... Esa noche, con una valijita y con lo puesto, mis abuelos y mi mamá se fueron...”. “Somos de Corrientes. Obligaban a asistir a todos al velatorio en sucursales. A mi abuelo lo metieron preso cuando se negó a llevar un cajón vacío y ponerse el luto. A mi abuela la echaron del trabajo...”. “Mis tías tenían una peluquería, las llevaron detenidas por no tener el luto y no poner una foto en el local. Una tenía 17 años y estuvo una semana presa, la otra un mes y medio en una celda con el cura del pueblo”. “Cuando vinieron los de la Fundación Evita a repartir pelotas de goma, a mí no me dieron porque dijeron que mi familia no era peronista”.
Leyendo la tira de tuits, recordé una conversación con Palito Ortega: “Los chicos del pueblo se arremolinaban alrededor de los camiones que repartían pan dulce para las fiestas. Tenías que gritar ‘viva Perón, viva Evita’ y te lo daban. Mi papá no quería que fuera, yo no entendía por qué. Me decía: ‘Hijo, no quiero que coma del pan de la vergüenza’”.
En esas estaba, siguiendo el hilo, cuando de pronto apareció la voz de mi madre muchos años después de la muerte de mi padre: “… El jefe de manzana vino a decirle que se pusiera el luto. No quiso. Los vecinos tenían miedo. No entraban a comprar. Tuvimos que cerrar. Por eso nos mudamos... Nunca quiso contar, ¿para qué? Cuando volvió Perón, se vio venir lo que pasó pero, ¿qué te iba a decir? Uno siempre se espera que alguna vez todo cambie para mejor, ¿no?”.
(*) Periodista
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