Por Guillermo Piro |
En unos de sus textos sobre semiología del cine, Pier Paolo Pasolini esboza una teoría, o mejor dicho trata de explicar la existencia de una teoría que para él carece de sentido. De algún modo despotrica contra esa idea generalizada que consiste en que lo que trasciende de un hombre es lo peor que hizo. No importa si dedicó su vida a encontrar la cura a una enfermedad o al bienestar de los demás, si antes de morir cometió un asesinato trascenderá como un asesino y nada más.
Pasolini parece resignado a esa idea, no opone resistencia, lo que equivale a decir que de algún modo siente que se trata de algo que, aunque injusto, no debe cambiarse. A mí me recordó enseguida a esos difuntos de Locus Solus, de Raymond Roussel, que al recibir directamente en el cerebro una inyección con una sustancia especial eran capaces de reproducir los últimos movimientos que habían hecho en vida, antes de suicidarse. Martial Canterel, el científico loco y genial, observaba detenidamente esos movimientos para deducir qué actos habían realizado, qué tomaban, qué empuñaban, qué golpeaban, y poniendo esos objetos al alcance de sus manos conseguía que los muertos volvieran a vivir brevemente, actuando una y otra vez frente a un grupo de espectadores su despedida de este mundo.A los escritores los espera idéntico destino. No importa cuántas buenas novelas haya escrito Arthur Clarke, siempre será ese hombre que a los 40 años se fue a vivir a Sri Lanka, donde tener sexo con menores de edad es más fácil (o al menos lo era). No importa cuántas buenas novelas haya escrito Céline, siempre será el médico que le curaba las hemorroides a los nazis. No importa cuántos buenos poemas haya escrito Neruda, siempre será el poeta que le escribió una oda a Stalin. Es cierto que luego, cuando vino a saber de las purgas del 36 en la Unión Soviética, trató por todos los medios que esa oda pasara a mejor vida, pero la literatura es despiadada, nada olvida.
No me gusta andar defendiendo pedófilos ni nazis, de modo que cuando atacan a Clarke o a Céline suelo decir “De acuerdo, de acuerdo, pero pasemos a otra cosa”. En cambio el tema Neruda de alguna manera me enfrenta a ciertos fantasmas que no puedo alejar tan fácilmente, y suelo defenderlo. O mejor: contrarrestar argumentos, es decir poemas. Es cierto, Neruda escribió una oda a Stalin, pero también cosas peores, como una oda al pan, que es una de las peores cosas que se escribieron en Occidente. Tal vez exagero, pero me pagan para eso: pocas cosas leí más obsoletas y mundanas, más previsibles y mal acabadas.
Hablaba de eso con unos amigos en un restaurante en Bariloche, sin advertir que el pequeño individual que teníamos delante llevaba impreso ese poema nefasto y asqueroso. Entonces fue un ir y venir de culpabilidades y virtudes: en su juventud había plagiado un poema de Rabindranath Tagore en Veinte poemas de amor y una canción desesperada, y entonces yo contraatacaba con Residencia en la Tierra. Así fuimos avanzando en la cena, sacando a relucir lo mejor y lo peor del poeta chileno, hasta que llegando al postre, harto de tanta batalla, busqué y leí la “Oda al gato”. Y entonces hubo un silencio, las palabras habían conseguido detener la marea de los ataques, habían penetrado las mentes y dejado allí un don, un presente inolvidable: la perfección. Aprovechando que mis oponentes estaban aturdidos por el golpe asestado por la oda, ataqué con otra, la “Oda a un gran atún en el mercado”, y entonces, sí, fue la victoria total, brutal, el café nos encontró inclinando la cabeza ante la genialidad inigualable, mancomunados en ese raro acuerdo que propician los poemas perfectos.
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