Por Javier Marías |
Todo va tan rápido, y hay tal necesidad de amnesia y de pasar en seguida a otra cosa, que se corre el riesgo de que las mayores felonías queden sepultadas. No por el paso del tiempo, como fue la norma, sino por impaciencia y porque los ciudadanos de este bobo siglo precisan de novedades continuas, como los niños hiperactivos. Pero hace solo mes y medio que culminó uno de los más grandes atropellos contemporáneos, y lo grave es que no sucedió en un país de escasa tradición democrática, como República Centroafricana o Birmania, Turkmenistán o Bielorrusia, sino en los Estados Unidos.
Ha habido un impeachment en el que el envilecido Partido Republicano ha impedido la condena del acusado; y así los hechos empezarán a parecer nebulosos o ficticios, y esos hechos son inauditos.
Más allá de las legalidades a las que todos nos debemos y sometemos, para la percepción imparcial y sensata se trató de lo siguiente: el perdedor de las elecciones, Trump, no solo se negó a aceptar el resultado, sino que lo impugnó, sin base ni pruebas, de todas las maneras posibles. Una vez que los responsables de los recuentos y los tribunales a los que apeló le quitaran la razón y certificaran que no había habido trampa ni fraude en ningún Estado y que sencillamente los números favorecían a Biden, presionó con estilo mafioso para que se adulteraran las votaciones, de forma que lo proclamaran ganador a él, y encima por “landslide”, es decir, por arrasamiento. (No le bastaba verse vencedor, sino que, como megalómano patológico, exigía serlo a lo grande, lo mismo que, al comienzo de su funesto mandato, exigió que en su toma de posesión hubiera más gentío que en la de Obama, contra lo que veían todos los ojos; ahí comenzó la negación enfermiza de la realidad manifiesta, que tanto daño ha causado). Llegó a ordenar que le “encontraran” 11.780 votos favorables en Georgia, justo los que necesitaba para adjudicarse ese territorio. Luego, incitó y arengó a la turba de energúmenos.
Trump hizo exactamente aquello de lo que acusaba a los demócratas: trató de “robar las elecciones”, y además sin esconderse. Como sus acólitos más serviles, Giuliani, Ted Cruz, Hawley y tantos otros cuyos nombres deben figurar ad aeternum con letras rojas de infamia. Él y sus huestes buscaron lo que en español coloquial llamamos un pucherazo. Y, como no lo consiguieron, entonces optaron por un golpe de Estado, sin paliativos. El carnavalesco y escalofriante asalto del Capitolio fue la parte más trágica de la tentativa (cinco muertos, incluido un policía que guardaba el edificio, asesinado a extintorazos). Pero ese golpe se inició mucho antes, en el instante en que se dictaminó que Biden había triunfado. El único precedente reciente, en países democráticos, fue la obstinación, hace años, de López Obrador tras ser derrotado en México. Como ya he dicho que todo se olvida, pocos recuerdan que el actual presidente de ese país acampó a sus masas durante incontables meses en la capital, resistiéndose a encajar lo que las urnas habían decidido. Ese individuo ejerce ahora el poder, como lo ejerció Chávez en Venezuela tiempo después de haber protagonizado un golpe de Estado fallido, con militares. Nuestras sociedades son amnésicas o aún peor: no condenan lo claramente condenable, lo merecedor de ostracismo. Chávez, Obrador y Trump se parecen sobremanera, y es incongruente que quienes detestan al tercero veneren al primero. A los dos deberían dispensarles idéntica adoración o repulsa.
Trump no ha sido sentenciado a inhabilitación perpetua. Aún más: dado que una buena porción de sus votantes está de acuerdo con él y secundó sus mentiras palmarias y su alta traición, puede que de aquí a poco sea visto como alguien que, “total, no hizo nada”, del mismo modo que los líderes independentistas catalanes “sólo defendieron sus ideas” y ETA se limitó a “matar un poco, equivocadamente”, y luego su padrino político pasó a ser amigo del muy cristiano Junqueras y “hombre de paz”. No ya según sus feligreses, sino según el Vicepresidente de nuestro Gobierno, a cuya índole me referí hace una semana.
Nuestras sociedades están perdiendo la capacidad de escandalizarse. Esa fue siempre la estrategia y el objetivo de los dictadores más dañinos. Incurren en un desafuero tras otro, graduándolos; logran que la gente se acostumbre y ya no vea ni como anomalías lo que son aberraciones. Por extremo que sea el ejemplo, no hay ninguno tan diáfano: si a los judíos alemanes se les prohibió sentarse en los bancos de los parques y eso se digirió sin pestañear (al fin y al cabo, no era gran cosa), no es de extrañar que unos años más tarde se los gaseara sin que los ciudadanos se inmutaran (o “no se enteraran”, esa fue su increíble defensa). Cada felonía impune, o ni siquiera percibida como tal, es siempre la semilla para otras más criminales. Independientemente del fallo del Senado americano, es indispensable que Trump quede en la memoria de las gentes como un atroz individuo, ladrón y golpista. Y además no debe olvidarse que, como Obrador, Bolsonaro y Boris Johnson, con su empecinado desdén por el coronavirus y su guerra a las mascarillas, es también corresponsable de medio millón de muertos, y el número sigue aumentando, día a día.
© El País Semanal
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