Por Carmen Posadas |
El 2021 nos ha salido guerrero. Solo en la primera semana del año pudimos ver cómo se recrudecía la pandemia y cómo una turba de energúmenos disfrazados tomaba el Capitolio en los Estados Unidos mientras aquí en España sufríamos la peor nevada que se recuerda. Ignoro si, para cuando ustedes lean estas líneas, habrá habido alguna otra plaga bíblica. Qué toca ahora, se pregunta uno. ¿Invasión de langostas?, ¿ríos teñidos de sangre?, ¿lluvia de ranas quizá?
Si algo hemos aprendido de un tiempo a esta parte es a esperar lo inesperado, igual que en ese meme que circula por ahí. Una señora se asoma cada mañana a la ventana y un día ve un ataque nuclear; al siguiente, a Godzilla patrullando las calles; al otro, una invasión de zombis; todo esto con aire entre resignado e indiferente mientras saborea su matutino café.Así andamos en este siglo XXI cambalache, que ya no es «problemático y febril» como el XX, sino que, directamente, ha decidido matarnos a sobresaltos. Dicho esto, debo confesar que yo era de las tontas que, cuando comenzó el coronavirus, pensaron que la adversidad serviría al menos para reordenarnos las prioridades y acabar, de paso, con unas cuantas pavadas. Hace ya meses que me di cuenta de que era una panoli, pero ahora, al observar el modo de proceder de muchos frente a los antes mencionados acontecimientos de 2021, directamente se me han caído los palos del sombrajo. Sí, ya sé que Filomena nos ha dejado ejemplos de generosidad espontánea, como los llamados ángeles de los 4×4 y tantos otros. Sé también que el asalto al Capitolio servirá al menos para librar al mundo de Donald Trump y que la pandemia, si bien se encuentra en su apogeo, tiene sus días contados gracias a las vacunas. Pero es igualmente verdad que las calamidades son certeros termómetros para medir el grado de estupidez de una sociedad.
En lo que respecta al virus, está claro que la gente le ha perdido el respeto. Y no me refiero a los negacionistas, sino a todos nosotros. La mascarilla se ha convertido en la última trinchera que respetamos y, aun así, de aquella manera. En lo que concierne al resto de las precauciones, toda ocasión es buena para saltárselas. Por lo que se refiere al fenómeno Trump, en efecto, nos hemos librado de él, pero no de lo que él encarna. Su populismo, tan barato como eficaz, su desdén por las leyes y su habilidad a la hora de practicar el «divide y vencerás» han hecho escuela y cada vez son más los gobernantes, incluso en países democráticos, que adoptan sus métodos. En cuanto a Filomena, pronto será solo un nevado recuerdo, pero, al menos para mí, ha sido una constatación más de la infantilización general que vivimos. No hablo del hecho de que todo el mundo se lanzara a esquiar por las principales arterias de las ciudades y hacer muñecos de nieve; al fin y al cabo, aquello era un espectáculo que merecía disfrutarse. Hablo, por un lado, de la proliferación de narcisos, y por otro, de la no menos notable proliferación de conspiranoicos. Los narcisos deben de estar ahora mismo con cistitis aguda y/o pulmonía triple porque a todos les dio por lo mismo: inmortalizarse desnudos en la nieve. Después de que Cristina Pedroche les madrugara la iniciativa, fotografiándose en bolas y en posición de loto, al resto de la legión de nudistas –actores, deportistas, cantantes, influencers, famosillos y famosuelos varios, así como infinidad de anónimos e igualmente narcisos ciudadanos– no le quedó otra que echarle imaginación al asunto e innovar. Al menos en la mise en scène. Gracias a imaginación tan fértil, el mundo se ha visto bendecido con un sinfín de cocineros-desnudos, patinadores-desnudos, paseadores de perros-desnudos, bailarines de tango, de conga y de chachachá, todos gloriosamente desnudos.
De tanto explayarme con los nudistas me he quedado sin espacio para hablar de conspiranoicos. Como, por ejemplo, de esos tipos que –experimento ‘científico’ mediante– intentan convencernos de que la nieve que cayó no era nieve, sino un aglomerado de plásticos inmundos que, según ellos, pronto acabará con nuestras vidas. ¿Una nueva catástrofe apocalíptica que se avecina, Armagedón a la vista? Yo, de momento, la catástrofe apocalíptica más inminente que vislumbro es la de la idiotez rampante que nos infesta.
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