Por James Neilson |
Es de suponer que a Gildo Insfrán le encantan los elogios efusivos que le dedica Alberto Fernández cuando, entre abrazos y besos fraternales, da a entender que le parece un político ideal, pero acaso hubiera preferido que el presidente se abstuviera de llamar la atención a su forma particular de gobernar una provincia que está hundida en la miseria estatizada y que, para más señas, depende casi por completo de los aportes de los contribuyentes del resto del país.
En cuanto a los simpatizantes del operador que Cristina Kirchner convirtió en su delegado por creerlo capaz de reformar al Poder Judicial para que los sobrevivientes de la purga que tenía en mente pasaran por alto las fechorías que le atribuyen los odiosos neoliberales, no pueden sino lamentar su propensión a hablar maravillas de las cualidades humanas de hombres de perfil cuestionable como Insfrán y el camionero Hugo Moyano, insinuando de tal modo que quisiera gobernar el país como harían ellos si les tocara mudarse a la Casa Rosada.
El vínculo afectivo que tiene Insfrán con Alberto perjudica a los dos. De no haber sido por las bien publicitadas manifestaciones de aprecio mutuo, habrían repercutido menos los escándalos provocados por el encierro férreo que ha aplicado el gobernador para mantener a raya al coronavirus. Asimismo, los funcionarios de Alberto no se hubieran sentido obligados a defender a Insfrán contra la gente de Amnistía Internacional que lo denunció por violar sistemáticamente los derechos humanos de los formoseños.
Como no pudo ser de otra manera, la acusación enojó sobremanera a quienes se creen dueños exclusivos del tema así supuesto. Ofuscado, el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, espetó: “A nosotros no nos tienen que venir a decir qué tenemos que hacer con los derechos humanos” ya que los de “nuestro espacio político” tienen una “especial sensibilidad”.
No se equivoca el nieto del recordado Antonio Cafiero. A través de los años, el peronismo, sea en su variante kirchnerista o en otras de las muchas que conviven en su seno, se ha ocupado de lo relacionado con los derechos humanos desde todos los ángulos concebibles. Cuentan en sus filas con miles de víctimas y victimarios, represores y reprimidos. Militantes de un “espacio” que fue abierto por un golpista admirador de las proezas bélicas de los nazis y que, décadas más tarde, engendraría la Triple-A y Montoneros, además de aprobar la autoamnistía decretada en 1983 por la dictadura militar que sería derogada por Raúl Alfonsín, esperaron hasta que la izquierda no muy democrática, liberada por fin de la obligación de reivindicar el salvajismo soviético, decidió que le convendría apoderarse de la causa, algo que hizo con facilidad sorprendente. También lo harían Néstor y Cristina por lo de que “la izquierda te da fueros”.
Acertaban. Aunque en buena parte del mundo la izquierda ya había sido derrotada en el terreno político, dominaba el de la cultura, de suerte que la maniobra les resultó muy exitosa; a partir de entonces, tanto la señora como sus partidarios, acompañados por una multitud abigarrada de compañeros, hablan como si siempre hubieran sido los seres más derechos y humanos del universo y se mofan de los pocos que se animan a aludir a su nada edificante trayectoria anterior.
Sea como fuera, duró poco el impacto de los abusos perpetuados por el inamovible régimen de Insfrán que, para muchos, es una aberración exótica. Puede que aún lo sea, pero tal y como están las cosas podría prefigurar lo que le aguarda al resto del país. Por depender tantos habitantes de su feudo de cajas manejadas por políticos de mentalidad autoritaria, y por estar tan difundida entre los formoseños la conciencia de que oponerse al statu quo podría ocasionarles un sinfín de desgracias, el supremo cuyo reinado se inició hacia más de un cuarto de siglo gana todas las elecciones por un margen muy cómodo. Puede entenderse, pues, el atractivo que tiene el modelo formoseño para los que subordinan absolutamente todo, incluyendo el destino del país, a su propia voluntad de aferrarse al poder y de tal modo inmunizarse contra los desastres socioeconómicos que ven acercándose con rapidez alarmante.
¿Lo lograrán? Es posible. La pandemia ha brindado a los integrantes más resueltos de la corporación política una oportunidad para redoblar sus esfuerzos por asegurar que una proporción cada vez mayor de los habitantes del país se sienta dispuesta a retribuir con sus votos la generosidad de sus presuntos benefactores. Es por tal motivo que agrupaciones como La Cámpora quieren apoderarse del aún incipiente programa de vacunación que el gobierno nacional ha emprendido, desplazando a los servicios sanitarios existentes en que los responsables de velar por la salud ajena no siempre llevan uniformes partidarios. Lo que buscan es convencer a la mayoría de que todo lo bueno procede forzosamente del Estado – es decir, de los militantes que lo están colonizando –, y que quejarse es atentar contra el bienestar común, cuando no contra “la vida”.
Demás está decir que, por ser todavía tan escasas las vacunas disponibles, muchos políticos - acompañados últimamente por sindicalistas – quieren estar entre los primeros en recibirlas. Después de todo, saben que son “esenciales” porque forman parte de la elite nacional y que por lo tanto les corresponde dar un buen ejemplo a los ciudadanos rasos para que nadie se deje confundir por los intentos maliciosos de desprestigiar el Sputnik V y otros productos conseguidos por el gobierno. Es un planteo que guarda cierta relación con el tradicionalmente empleado para justificar los aumentos de sueldo que se otorgan; dicen que para ser debidamente respetados tienen que disfrutar de un buen pasar. Desde su punto de vista, privilegiar a los integrantes de la nomenclatura, pagándoles bien y garantizándoles jubilaciones envidiables, equivale a privilegiar la democracia.
El punto débil de la estrategia ideada por quienes se proponen sacar provecho del empobrecimiento generalizado para reforzar la “lealtad” de los votantes es la falta de recursos genuinos. Mandatarios provinciales como Insfrán y otros pueden solucionar o, por lo menos, atenuar el problema con la plata que les facilita “la Nación”, pero a pesar de los intentos de muchos gobiernos de persuadir al Fondo Monetario Internacional e inversores extranjeros a desempeñar dicho rol en escala global, parecería que el resto del mundo ha llegado a la conclusión de que sería inútil continuar subsidiando a un país cuyos dirigentes son auténticos maestros cuando es cuestión de inventar pretextos para negarse a devolver el dinero ya prestado, pero que parecen incapaces de manejar la economía con un mínimo de eficiencia.
Si el bueno de Insfrán y otros gobernadores de la misma especie tuvieran que depender sólo de los recursos generados por las provincias que regentan, tendrían que adoptar políticas radicalmente distintas de las que les han permitido eternizarse en sus puestos. Para el país en su conjunto, la situación es más compleja; ninguna fuerza política estaría en condiciones de obtener el dineral que sería necesario para conservar el nivel de vida al que la gente procura aferrarse.
Mauricio Macri pudo mantener viva la ilusión de que “el mundo” nunca dejaría caer a la Argentina hablando de “una lluvia de inversiones”, mientras que en campaña Alberto hizo pensar que tenía en su bolsillo un plan magistral que le permitiría aumentar enseguida las jubilaciones y los salarios para que un boom de consumo se encargara de lo demás, pero aquellas fantasías que les fueron tan provechosas ya pertenecen al pasado. Aunque debido a la pandemia y los trastornos que sigue causando sólo los técnicos se preguntan qué sucederá a la economía ya que todo hace pensar que hasta nuevo aviso no recibirá del exterior créditos más blandos que los cedidos a regañadientes por el FMI, la clase política nacional no podrá seguir resistiéndose indefinidamente a enfrentar el panorama feo que se las ha arreglado para crear.
En principio, las alternativas frente al país y sus gobernantes son dos; una consiste en entregarse al “pobrismo” y ponerse a igualar hacia abajo; otra en estimular la productividad. En la coalición gobernante, hay algunos que sueñan con la primera, aunque sólo fuera porque les gustaría martirizar a los sectores de la clase media residual que protagonizan los banderazos que tanto les molestan, pero parecería que si bien buena parte de la populación elegiría la segunda, la de apostar al vigor productivo de la minoría que ha conservado sus instintos emprendedores, la mayoría tiene motivos de sobra para temer que los cambios que serían precisos para que la Argentina se pusiera en marcha le resultarían insoportables.
Que este sea el caso plantea un interrogante nada reconfortante. ¿Sería que tienen razón los que sospechan que la crisis tendría que agravarse muchísimo más antes de que sea factible llevarse a cabo aquellas reformas drásticas que proponen técnicos de organismos internacionales que no sufrirían en carne propia las consecuencias de los cambios “estructurales” dolorosísimos que creen imprescindibles? Si resulta que están en lo cierto quienes piensan así, los meses, tal vez años venideros serán a buen seguro traumáticos para todos incluyendo, desde luego, a los miembros de la clase política nacional.
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