Por Gustavo González |
Trump no es el responsable del movimiento antisistema que copó el Capitolio. Trump es el emergente de ese movimiento. Llegó a la presidencia con el voto de 63 millones de estadounidenses y se fue con 74 millones de votos, en medio de la destrucción económica de la pandemia. Tras cuatro años durante los cuales el establishment político, económico y mediático lo consideró poco menos que un payaso, perdió por apenas 4 puntos con Biden.
Trump es un personaje extravagante, típico de la extravagancia de países pobres en los que el sistema productivo, político y periodístico está dañado. Sus insultos, vulgaridades, mentiras y discriminaciones son normales entre ciertos líderes populistas.
El asalto al Capitolio es una escena también habitual en naciones con muy baja calidad institucional. Pero aun en países al límite, como la Argentina, representa un hecho conmocionante ver a personajes disfrazados entrar por la fuerza al Parlamento, incitados por el presidente y con un final trágico de cinco muertos y catorce policías heridos.
Que no se trate de un mandatario tercermundista ni de escenas delirantes de un país en ruinas, sino de la mayor potencia mundial, de la mayor democracia liberal del planeta, habla de la profunda crisis de ese sistema político como forma de organización y de relacionamiento social.
La primera encuesta conocida tras el ataque indica que el 45% de los republicanos respalda total o parcialmente aquel ataque. Los atacantes pueden pertenecer a pequeños grupos delirantes, pero reflejan un creciente espíritu antisistema que llevó a un borderline a la Casa Blanca hace cuatro años.
Índice de Democracia. Ese malestar con el sistema democrático liberal, en el mismo Sol de ese sistema, tiene lugar al tiempo que se consolidan sistemas ni tan democráticos ni liberales.
Uno de los índices más aceptados sobre el estado global de la democracia es el de The Economist, que toma en cuenta los procesos electorales y el pluralismo en cada país, además del funcionamiento del Gobierno, la participación política, las libertades civiles y la cultura política. Según los resultados, divide a los estados en cuatro categorías: democracias perfectas, democracias imperfectas, regímenes híbridos y regímenes autoritarios. En su último informe, este índice considera que hay 76 países que se encuadran en las dos primeras, mientras que en las dos restantes hay 91. Y señala que bajo el concepto de democracia perfecta, solo existen 22 naciones, entre las que ya no incluye a los Estados Unidos.
The Economist ubica a la segunda potencia mundial, China, entre los regímenes autoritarios. El del gigante asiático es un caso de éxito de un país que cambió su sistema comunista por este mix actual de economía controlada con participación privada y libertades acotadas. Ese modelo genera desde hace décadas crecimientos anuales de hasta 15% del PBI, con una base promedio del 7% en los últimos años, y lo convirtió en uno de los pocos países con crecimiento en 2020, con un 2%.
Durante años, los analistas estimaban que el desarrollo chino conduciría inevitablemente hacia un reclamo democrático de sus ciudadanos, hacia un nuevo cambio de sistema que concluyera en una democracia liberal. Eso todavía no sucede.
Los chinos consumen cada vez más, cientos de miles se vuelven ricos y millones ascienden a la clase media. Pero al mismo tiempo muestran conformidad con un líder al que no votaron directamente y con el Partido Comunista. Y no hay reclamos generalizados por falta de libertad de expresión. Celebran que su país esté a punto de convertirse en la nueva potencia mundial bajo un sistema de planificación centralizada con estricto control social y político.
El mismo índice de The Economist ubica a la decimoprimera economía del mundo, Rusia, como otro régimen autoritario. Conducida con mano de hierro por un ex KGB que está hace más de veinte años en el poder y que en su última reelección obtuvo un 76% de votos.
En América Latina, solo hay tres países que The Economist ubica en el rubro de “democracias perfectas”: Uruguay, Costa Rica y Chile (en ese orden). Argentina está dentro del pelotón mayoritario de “democracias imperfectas” y hay tres naciones catalogadas como “autoritarias”: Nicaragua, Venezuela y Cuba.
Vietnam. Lo del Capitolio fue tan insólito, incluso para nuestra región, que Nicolás Maduro pidió a los beligerantes que moderen su actitud y ofreció a Venezuela como puente de diálogo. Al comenzar el año, Maduro también sorprendió elogiando la dolarización de hecho que se da en una porción importante de la economía venezolana.
Por su lado, en medio de las secuelas económicas de la pandemia, Cuba inició 2021 con el proceso de unificación de sus dos monedas, el peso cubano y el peso convertible, lo que para los economistas parece un paso hacia un ordenamiento más ortodoxo de sus cuentas públicas. En el marco de cierta apertura económica que se viene dando en la isla en los últimos lustros, en especial en el sector Turismo.
La pregunta es si este tipo de países, guiados por la necesidad y el pragmatismo económico, tenderán a imitar el caso chino. Si eso quisieran, tendrían un ejemplo más cercano, por dimensión y posibilidades: Vietnam.
En la década del 90, ese país asiático de modelo comunista comenzó un proceso de pacificación sobre las ruinas que le dejaron décadas de guerra. Sus reformas, conocidas como Doi Moi (reestructuración), abarcaron una devaluación de la moneda, la reducción de subsidios, el freno a la inflación (pasó del 400% al 3%) y la aceptación de la propiedad privada de la tierra para aumentar la producción de alimentos.
Con un sistema que es denunciado por restringir las libertades individuales y políticas, el país redujo la pobreza de un 60% a un 15% y terminó con el desempleo. Su PBI creció en las últimas tres décadas a un promedio anual en torno al 7%. Aun con pandemia, en 2020 su PBI crecerá un 2,8%.
Como otros modeles de Estado autoritario que limita las libertades, se muestra más eficiente para instaurar medidas de control sanitario: Vietnam solo registró 1.500 casos de covid y 35 fallecidos (0,35 por millón, Argentina tiene 986).
Si bien, como modelo cerrado que es sería razonable sospechar de la exactitud de sus estadísticas oficiales, hay una aceptación general de que al menos las tendencias de sus indicadores guardan relación con la realidad.
Consecuencia, no causa. La existencia de una mayoría de países fuera del sistema demo-liberal, el auge económico de modelos autoritarios que asumen métodos capitalistas, la adhesión a liderazgos extremos, la aparición de grietas sociales profundas, la decadencia de los partidos tradicionales...
Lo que parece en cuestión no es el capitalismo, sino el sistema de representación democrática que en Occidente siempre lo acompañó.
Por eso Trump no es la causa, sino la consecuencia de un modelo de capitalismo democrático que dejó de garantizarles a los estadounidenses que la próxima generación será más próspera que la anterior.
Él es el emergente del malestar de los pequeños productores agrícolas, de los desempleados industriales y de los que vuelven de las guerras y no logran reinsertarse en el mercado laboral.
Él no es ellos, pero representa su desesperación por buscar en un símbolo antisistema las respuestas que ya no les da el modelo en el que siempre creyeron.
Trump puede irse, pero si el sistema no se reconstruye, habrá otros Trump. En los Estados Unidos y en el mundo.
© Perfil.com
0 comments :
Publicar un comentario