Por Manuel Vicent |
A las seis de la tarde del día 8 de enero, según se había anunciado, comenzó la gran nevada sobre Madrid. Los primeros copos fueron recibidos con esa alegría convulsa que nos devuelve a la inocencia de la niñez. La nieve tiene un primer momento de belleza, tan pura posándose con un silencio de algodón sobre los tejados, los árboles, los setos. “Mira, mamá, ya está cuajando, ya no se ven los coches” —grita la niña con la nariz pegada al cristal escarchado de la ventana—.
Siempre he creído que la belleza de la nieve lleva dentro una maldición. Se extiende sobre palacios y chabolas como una sola mortaja blanca que, al parecer, a todos nos iguala. Nada tan bello como contemplar en los mares bálticos a los cisnes deslizarse sobre las aguas.
Pero un día llega de repente el hielo y los atrapa por las patas; ellos baten las alas con un esfuerzo denodado para librarse de ese cepo, pero al final se quedan sin fuerzas y mueren. Les sucede lo mismo a las gaviotas, a los patos y también a algunos políticos. Antes de que llegara la noche, la primera capa de nieve ya había cubierto los semáforos, de forma que Madrid se convirtió en una ciudad sin ley.
No es posible ser libre sin semáforos, pero el más importante no es ese que está colocado en las esquinas, sino el propio semáforo que cada ciudadano lleva incorporado en el hígado. Unos se sienten muy cómodos detenidos ante el rojo, proclives a prohibirlo todo. Otros más ingenuos creen que cualquier novedad tiene un color verde que les permite seguir siempre adelante. El amarillo es propio de los que dudan, de los precavidos, de los equidistantes. Es imposible la convivencia sin combinar esos tres colores, pero la nieve anuló primero los semáforos y en medio de la inquina ideológica finalmente llegó el hielo, y sin ser cisnes, ni siquiera ocas, atrapó a todos los políticos por las patas.
© El País (España)
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