Por Fernando Savater |
Dicen que para la mayoría el año pasado ha sido el peor de sus vidas. Les envidio la existencia feliz que han debido llevar hasta 2020. No dudo que muchos de los afectados por el virus lo han pasado mal, incluso muy mal. Pero que los demás no hayan padecido nunca nada más grave que el confinamiento, las limitaciones de movilidad o el alejamiento temporal de sus seres queridos... vaya, me parece una gran suerte. Yo cambiaría gustoso esos razonables incordios, que sólo me han fastidiado y aburrido, por lo sufrido en mis épocas realmente malas. Y eso que hasta hace poco creí haber sido afortunado...
Lo más interesante que hice en 2020 fueron ejercicios en busca del tiempo perdido. No supongo que el pasado siempre haya sido mejor, lejos de ello, pero sé que tuvo cosas que merece la pena volver a paladear aunque sea por última vez. Es una de las pocas ventajas de la vejez, porque los jóvenes apenas tienen nada que recuperar. Por ejemplo, cuando la nonagenaria recibió la primera vacuna dijo que se encontraba bien “gracias a Dios”. Si tuviera siete décadas menos o fuese una valkiria del Ministerio de Igualdad, habría asegurado “jo, tía, mola que te cagas”. Ya sé que ambas fórmulas expresan gratitud y esperanza, pero cuanto más oigo la segunda más me gusta la primera.
Me he pasado estos días volviendo a ver películas de los años cincuenta y sesenta: me encantan porque en ellas todo el mundo fuma y nadie dice tacos. En Nochevieja vi Los primeros hombres en la luna de Nathan Juran, estrenada cinco años antes de que se desembarcara en el satélite. Una delicia. Los protagonistas, liderados por Lionel Jeffries, viajan en una victoriana esfera con puntas, muy semejante al coronavirus...
© El País (España)
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