Por Javier Marías |
Esta columna (mis disculpas por el sesgo melancólico) la empiezo el 15 de diciembre, día en que se cumplen 15 años de la muerte de mi padre. Dentro de 9 días más, el 24, se cumplirán 43 de la de mi madre. Imaginarán que hace ya mucho que para mí es un mes fatídico, y estoy acostumbrado a que las fiestas navideñas no existan. Mi madre no murió en Nochebuena, sino en la anterior madrugada. A partir de entonces la familia se dispersaba: los hermanos que la tenían propia, se quedaban con sus hijos.
Los que no, y el padre, nos íbamos a casas de amigos, a lo que Benet (que me acogió durante un tiempo) llamaba “cenas de huerfanitos”; o bien nos reuníamos con algún soltero o soltera, veíamos una buena película, tomábamos las uvas, charlábamos, reíamos. No fueron malas Navidades. Tampoco lo serán, por tanto, las actuales: conozco las celebraciones solitarias o en las que era un “recogido”. Claro que en las últimas décadas varió la cosa. En Nochebuena me reunía con hermanos y sobrinos, en Nochevieja estaba con mi mujer en otro sitio. Esta vez andaremos separados, pero no en el pensamiento.
Pero quería rememorar un poco a mis padres, porque ya se aleja el momento en que desaparecieron. Mucho más en el caso de mi madre, a la que recuerdo a la vez con extrema nitidez y bruma, hace tanto que no la veo. Tanto que soy unos años mayor que ella, yo tenía 26 en 1977, 54 en 2005, en tal fecha como hoy. Así, hace menos que no veo a mi padre, y además lo seguí viendo durante los 28 años que transcurrieron entre una y otra muerte. De él guardo un montón de imágenes sin ella, de ella pocas sin él. De hecho, la desolación de mi padre fue tal que en 1978 regresé a Madrid, y a su casa, para hacerle algo de compañía (entonces quedábamos solteros los dos hijos menores, Álvaro y yo, y él se casó en 1982). Así que me quedé en la casa familiar, y a los entrevistadores que me preguntaban al respecto les contestaba la verdad: en realidad compartimos piso, como dos solteros o dos viudos, y cada uno habita su zona. Pero coincidíamos, ya lo creo. No sólo al almuerzo (claro, no en las épocas en que viví en Oxford, Venecia o Massachusetts). Él procuró estar siempre activo y en su viudez escribió numerosos libros. Si le preguntaban de dónde sacaba los ánimos, contestaba: “De ella. Tengo la sensación de que se los debo a ella, estos libros. De que le habría gustado que los escribiera”. También viajaba con frecuencia a sus cursos y conferencias, y supongo que el ímpetu lo sacaba también de lo mismo. Y leía, o releía a sus favoritos de antaño: todo Sherlock Holmes, todo Simenon (desde los años 60 le oí afirmar que merecía el Nobel más que nadie), muchos Dumas. Y tras cada relectura escribía artículos sobre ellos, o sobre Baroja o Valle. Dos son las principales imágenes de mi padre: ante la máquina y sentado en su sillón con un volumen en las manos y las gafas quitadas. Y hablábamos mucho, me contaba, le contaba. En política tendíamos al desacuerdo, y a veces me miraba con una especie de lástima comprensiva y resignada, acaso la misma que le dedicaba yo a él, desde la impertinencia de mi mucha menor edad y mayor vehemencia. Ambas cosas se me han corregido, la primera totalmente, la segunda en parte.
A mi madre también la recuerdo escribiendo y leyendo, poesía de Machado, Juan Ramón, Garcilaso, Lope, cuando le quedaba tiempo. Pero mi memoria está más centrada en mi infancia, y sé que cuatro niños dan inmensa tarea. Nos llevaba al colegio por la mañana, demasiado abrigados en invierno (antes de entrar nos quitábamos apresuradamente las bufandas de la cara, no nos vieran así los compañeros); nos recogía a la salida sin falta. Al haber perdido al primogénito, vivió siempre temerosa por la suerte de sus otros niños, hasta el punto de que pretendía que, en verano, fuéramos a nadar al Duero provistos de minialbornoces para después del baño. Huelga decir que jamás nos los pusimos. Ahora que soy mayor, lamento sus preocupaciones, su angustia, y por supuesto los numerosos disgustos que le di, desde niño y hasta mis 26, cuando todavía era “un calavera”. Es lo que me llamó una noche —tendría yo 17— al verme llegar a las tantas con los zapatos en la mano para no despertarla: “No te da vergüenza, la viva imagen de un calavera de chiste”. En realidad mi precaución era superflua: creo que nunca se durmió del todo hasta sabernos a los cuatro en casa. Hoy veo a madres iguales, que nunca descansan temiendo por sus hijos e hijas y por los disparates en que incurrimos todos en la juventud. Me inspiran cariño y pena. No quiero imaginarme sus padecimientos en este 2020. Mi padre habría sido otra cosa: habría sido prudente, pero no se habría arredrado. Ojo, tampoco ella (los dos atravesaron la Guerra en el Madrid peligroso de bombardeos y “paseos”, él con uniforme republicado a ratos): habría sufrido por sus niños, si en 2020 hubiéramos sido niños. Mi padre lo habría pasado fatal viendo la situación política, los intentos de destrucción de lo más logrado de nuestra infortunada historia, el encono que prevalece hasta sobre la peor epidemia, la cual nada importa a nuestros dirigentes, dedicados a colocar sus piezas, sólo a eso. Mi padre y mi madre ya no están, ya no sufren. Algo es algo. Pero ojalá estuvieran.
© El País Semanal
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