Por Carmen Posadas |
El día en que el pueblo de París tomó la Bastilla al inicio de lo que más tarde se conocería como la Revolución francesa, Luis XVI escribió en su diario una única palabra: rien (‘nada’). En su anotación, el rey se refería al número de perdices que había cazado aquella mañana, pero esas cuatro letras en su diario íntimo se han utilizado desde entonces para ilustrar lo obtuso y ciego que pudo llegar a ser un rey cuya cabeza acabaría segada por la guillotina. Y, sin embargo, el reproche es injusto, porque buena parte de los acontecimientos que acaban cambiando el curso de la historia pueden, en un principio, tomarse por rien.
Cabe también la posibilidad de que algunos de estos hechos, destinados a marcar un antes y un después, sí alarmen cuando tienen lugar, pero sean interpretados como un suceso producto de una circunstancia puntual y, por tanto, no se les dé mayor importancia.
A mi modo de ver, tal es el caso del asalto al Capitolio de los Estados Unidos, instigado por Donald Trump. Cuando lean ustedes estas líneas, habrán pasado más de dos semanas de semejante bochorno; Joe Biden será presidente de los Estados Unidos; Donald Trump comenzará a verse como una extravagante pesadilla que se difumina; el tipo ese tan estrafalario con cuernos y la pintura de guerra a lo Toro Sentado pasará a disposición de la Justicia junto con el resto de los sediciosos, y fin del episodio. Sin embargo, yo pienso que el asalto a uno de los más conspicuos templos de la democracia no parece un epílogo, sino más bien un prólogo. Porque Trump no es una extravagancia, sino un síntoma.
Son los tiempos los que forjan héroes –y villanos– a su imagen y semejanza, y alguien como él jamás hubiera alcanzado la Casa Blanca si no llega a sintonizar con una parte muy considerable de la población norteamericana que se sentía postergada por fenómenos propios de la globalización y del mercado liberal. Sucede, además, que los activos políticos que encarna el ahora expresidente –léase el caudillismo, la sobredosis de testosterona y ‘el fin justifica los medios’– cotizan al alza también en el resto del mundo. De momento, en Rusia, en Polonia, en Hungría. Pero, a medida que proyectos supranacionales y de cohesión como la Comunidad Europea o incluso el propio modelo democrático empiezan a mostrar sus puntos flacos, se multiplican los rasgos populistas y/o autocráticos, incluso en democracias consolidadas. A estos dos fenómenos habría que unir la aceptación universal por parte de la ciudadanía de la mentira como arma política, así como el descubrimiento por parte de ciertos gobernantes de algo tan útil para ellos como aterrador para nosotros. La democracia como sistema político se apoya en la separación de poderes y en el respeto a las leyes. También, y por ende, en el cumplimiento de ciertas normas no escritas que, sin tener el peso de una ley, se consideran líneas rojas. Y es esta fina e intangible raya la que separa la legalidad del atropello, el respeto del abuso y, en último término, la democracia de la autocracia. El descubrimiento posmoderno de Donald Trump –y, en su estela, también el de otros personajes tan dispares, ideológicamente hablando, como Boris Johnson o Pedro Sánchez, por ejemplo– es que, si se traspasa esa fina línea roja que rige en todos los países avanzados, no pasa nada. Absolutamente nada. Porque tan anonadados se quedan sus ciudadanos, nacidos y educados en los valores de la democracia, al ver cómo gobernantes elegidos por ellos en las urnas, y con todas las garantías, cercenan tan sacrosanto nudo gordiano, que su reacción es la parálisis, la catalepsia. «La democracia es un bien muy frágil. En cuanto sus ciudadanos dejan de ser responsables con respecto a ella y la entregan a manos equivocadas, deja de ser democracia y se convierte en totalitarismo».
Son palabras de Margaret Atwood, autora de esa reveladora distopía que lleva por nombre El cuento de la criada. Y yo añadiría que nuestra actitud azorada ante los comportamientos antidemocráticos que estamos viviendo por todas partes no es tan distinta de la del poco avisado Luis XVI anotando en su diario la palabra rien. Cierto es que casi nadie suele reparar en los, en apariencia, inconexos pero oscuros nubarrones que empiezan a formarse, allá muy lejos, en el horizonte. Pero yo, por si acaso, creo que empezaré a preparar el paraguas.
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