Por Fernando Savater |
No reincidiré en deplorar la subida de la factura eléctrica, que hace añorar los precios de antaño tan enérgicamente denunciados por los justicieros hoy en el Gobierno. Ni me quejaré de ver clamorosamente incumplidas sus promesas electorales: constatar a este respecto (o cualquier otro) que mintieron es como escandalizarse de que los peces siempre salgan del agua empapados. Lo que me sorprende un poco es que nadie de la brigada de acoso y derribo haya señalado a Díaz Ayuso como principal culpable de la carestía. Será una tregua momentánea, a compensar con otras acusaciones. Pero tampoco es de esto de lo que quiero hablar.
Me fascina que a la electricidad se la siga llamando popular y oficialmente “luz”: la factura de la luz, el precio de la luz, se ha ido la luz... Sin duda, en el cuarto final del siglo XIX, cuando comenzó su aplicación industrial a la iluminación urbana, electricidad y luz se convirtieron prácticamente en sinónimos.
Pero a estas alturas, cuando ya son eléctricas nuestras comunicaciones, nuestros transportes, las calefacciones y algunos medios de tortura, parece lógico ampliar el término. Sin embargo, la electricidad sigue siendo la luz, ni más ni menos. Esa palabra tiene un prestigio como otras pocas: decimos que un gesto grato, pero nada sublime es “hacer el amor” para adecentarlo, quien ha escrito novelas, dramas, ensayos y un soneto se declara “poeta” para realzarse... Amor, poesía... y luz.
Nos envolvemos en nombres invencibles. Nacer es abrir los ojos a la vida, el sol brilla para todos cada día, al enemigo se le amenaza con que no verá otro amanecer y quien cierra piadosamente los ojos al difunto solicita para él al Dios invisible la luz perpetua... Porque al final de la luz ya se ve el túnel.
© El País (España)
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