Por Jorge Sigal (*)
Visité muchas veces el Parque de la Memoria, en la Costanera Norte. En ese sobrio e inquietante lugar, donde los nombres propios tallados en piedra Pórfido les devolvieron la identidad a muchos argentinos que fueron privados de ella, se encuentran, simbólicamente hablando, varios de mis amigos de juventud.
Se trata de un sitio cargado de sentidos, una dolorosa y también arbitraria reconstrucción de la Argentina trágica de los años setenta; un espacio que invita a la reflexión y que -a diferencia de lo que ocurre en los cementerios, que se constituyen con la materialidad de los cuerpos- se erigió con retazos de memoria que se establecieron como narración oficial.Si la etimología de la palabra recordar remite a "volver a pasar por el corazón", alguien decidió que allí, bajo el genérico "víctimas del terrorismo de Estado", debían recordarse personas que fueron "desaparecidas" (es decir, cuya existencia fue negada por el Estado), las ejecutadas por grupos paraestatales, junto a muchas que murieron en choques armados con fuerzas regulares, y hasta quienes se quitaron la vida por decisión propia para evitar ser capturadas. Niños y adolescentes que reclamaban un "boleto estudiantil", mujeres embarazadas, sindicalistas que jamás resignaron su legalidad, políticos que aspiraban a una república democrática, junto a partisanos que utilizaban uniformes de combate y llevaban una pastilla de cianuro para evitar "caer con vida en manos del enemigo".
Es, en definitiva, un lugar que renuncia a la historia. Y, de alguna manera, la bloquea. En esa amnesia deliberada se optó por privilegiar el derecho inalienable de los desaparecidos, recuperar su identidad, a cambio de sepultar -valga el horrendo oxímoron- el verdadero sentido de sus aspiraciones en vida.
Confieso mi incomodidad al recorrer esas murallas de hormigón -suelo hacerlo cada 24 de marzo, aniversario del golpe de 1976- al toparme con los nombres de muchos guerrilleros, con los que discutíamos su mesianismo antes de la catástrofe anunciada, junto a los de mis excompañeros que jamás avalaron las aventuras armadas. No me da igual: la muerte trágica y las aberraciones del poder no clausuran las diferencias. Los sueños de sangre y fuego no eran mis sueños. Y tampoco lo eran para muchos de los que allí figuran congelados en piedra.
¿Son todas víctimas? Puede ser. En todo caso, seguro: víctimas de la demencia de un tiempo que no debería olvidarse jamás. Pero cada una constituye un universo de pasiones y proyectos diferentes. Al limitar sus trayectorias bajo un rótulo finalmente se las iguala y pierden su singularidad. La dictadura, y antes el aparato represor clandestino instrumentado en la etapa 1973-1975, desató su cacería trágica montada en generalizaciones demoníacas. El relato presuntamente reparador vuelve a disolver las particularidades, ahora en una forzada santificación equitativa.
Además de recordar con el corazón, queda pendiente la insoslayable tarea de recordar con la razón. A los legítimos dolores que despiertan las masacres absurdas, las inmolaciones, los desgajamientos familiares, la supresión, en definitiva, de la condición humana, se les debe añadir el aprendizaje que los hechos sangrientos dejan como legado para los sobrevivientes. Y esa tarea no les corresponde a los familiares de los muertos, sino a los hombres y mujeres públicos que deben cerrar ese pasado para que este no amenace el futuro.
En el año 2010, Tzvetan Todorov, uno de los mayores intelectuales contemporáneos que ha dado Europa, visitó esa explanada que le disputa territorio al emblemático Río de la Plata. Conocedor como pocos de los estragos que son capaces de cometer los seres humanos en su macabra cruzada por aplastar las disidencias, este búlgaro-francés (fallecido en 2017) no ocultó su conmoción espiritual. Sin embargo, dejó por escrito algunas dudas respecto del tratamiento que nuestro país le otorgó a la rememoración de su tragedia, porque "una sociedad, además de memoria, necesita historia".
Al filósofo -que recorrió y estudió prácticamente todos los campos de exterminio y monumentos a las víctimas que existen en el mundo- le llamó la atención el trazo lineal acerca de las víctimas que se describe en el recordatorio argentino. Cuando se finaliza el circuito, observó, "el visitante no sabe nada de sus vidas antes de que los detuvieran". ¿Qué querían? ¿Cómo pensaban? ¿Integraron fuerzas irregulares? ¿Los asesinaron y/o murieron en combate?
Todos los casos pueden ser el resultado de una espantosa arbitrariedad (lo es de por sí la ausencia de justicia), pero no todos los casos son idénticos. Además, advirtió el cientista social, "cuando atribuimos todos los errores a los demás y nos creemos irreprochables, lo que hacemos es preparar el regreso de la violencia, revestida con vocabulario nuevo y adaptada a circunstancias inéditas. Entender al enemigo también significa descubrir en qué nos parecemos a él". Para concluir con una categórica sentencia: "Las causas nobles no excusan los actos innobles".
El gran articulador del relato que terminó imponiéndose como pensamiento único fue, sin dudas, Néstor Kirchner. En la mañana del 24 de marzo de 2004, al ordenar que se retirara el cuadro del exdictador Jorge Videla en el Colegio Militar de la Nación, el presidente de entonces dio por clausurado -en un acto administrativo de alto impacto emocional- el debate pendiente sobre las profundas causas que sumergieron al país en uno de las peores dramas desde su nacimiento. En palabras de Hannah Arendt, al banalizar el mal, al quitarle toda su complejidad, lo redujo a un hecho "extraordinario" realizado por seres monstruosos ajenos a la sociedad.
Ese mismo día, pero por la tarde, en la ESMA -emblema del terror dictatorial-, el caudillo santacruceño dio un paso más en su maniqueísmo interpretativo: fulminó hechos fundacionales de la transición democrática. Ni la Conadep, ni el Juicio a las Juntas Militares, ni las sublevaciones castrenses que les siguieron habían ocurrido. "Vengo a pedir perdón de parte del Estado argentino -arengó a una platea aún desconfiada- por la vergüenza de haber callado por veinte años de democracia tantas atrocidades".
Entre verdades parciales y omisiones escandalosas, el demonio admisible se fue corporizando. A partir de ese momento solo había que esperar que el dolor de los familiares, la culpa que aún arrastraban algunos sobrevivientes y la legítima indignación que seguían despertando los testimonios de la violencia ejercida por el poder impregnaran el nuevo clima de época.
El golpe fue bajo, pero certero. Se había decretado el fin de la historia. Y muchos argentinos sintieron alivio.
"Nos orientamos por el mundo con historias, pero a veces solo escapamos cuando nos desprendemos de ellas", dice Rebecca Solnit, autora de Una guía sobre el arte de perderse. Tal vez nos hayamos perdido.
(*) Ensayista. Miembro del Club Político Argentino
© La Nación
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