El presidente Alberto Fernández y el "gobernador ejemplar", Gildo Insfrán.
Por Sergio Suppo
En los años noventa, bajo el paraguas de la confidencia, un dirigente muy conocido era descripto así por uno de sus principales operadores: "No es que sea mentiroso, es que no conoce la verdad".
La palabra "verdad" acaba de ser revalorizada por Joe Biden, en el nacimiento mismo de su presidencia. Prometió restablecer la democracia y la verdad. Nada menos, luego de los cuatro años de inusitado populismo en la Casa Blanca, encarnado por Donald Trump. Es imposible no encontrar una resonancia entre nosotros de ese proceso, sin que eso implique exagerar comparaciones, confundir dimensiones y soslayar diferencias.
Biden habló de unidad y planteó la reposición de la verdad como condición necesaria. Está ya gastada la advertencia de intelectuales de que los datos fácticos fueron reemplazados por creencias y supuestos ajustados a la conveniencia de un individuo o de un grupo. Lo que ahora ocurre es la dolorosa comprobación del daño que ese fenómeno produce en los sistemas políticos más desarrollados.
En nuestro esquema de poder, la verdad también es un valor relativo. Y, peor, está complementada con la aplicación al desnudo de una doble moral política ajustada a la conveniencia de cada momento y según de quién se trate. Sobran los ejemplos más recientes para explicarlo.
Cada vez que viaja a una provincia, Alberto Fernández se autoproclama el presidente más federal. Pero al final de su primer año, los datos escritos de su propia administración muestran que los fondos nacionales han sido derivados en su enorme mayoría a atender un solo distrito, la provincia de Buenos Aires, donde reside el capital político del kirchnerismo.
Ese hecho está extremado por la quita de fondos coparticipables a la ciudad de Buenos Aires en beneficio directo del conurbano. Por simétrico criterio por el que resulta privilegiado el gobierno de Axel Kicillof, la Capital fue descripta como "opulenta". Pero su verdadero pecado es votar en contra del actual oficialismo.
El regreso a las clases presenciales, uno de los temas más debatidos en esta etapa de la pandemia, también está cruzado por el doble discurso. El Gobierno dice que desea que los docentes vuelvan a las aulas, pero los gremios que integran su esquema de poder se oponen. No es difícil saber por quiénes están optando Cristina Kirchner y Alberto Fernández: por los millones de chicos que perdieron contacto con la educación o por la estructura sindical que mantiene el privilegio de que sus agremiados sean los únicos trabajadores que no han recuperado la normalidad posible. El discurso es una cosa; la realidad, otra.
Es la misma lógica con la que se resolvió la destrucción del sistema de vuelos de cabotaje que beneficiaba a las personas obligadas a viajar durante días en colectivos. Ganó el sistema que se beneficia de vivir de una y excluyente empresa estatal.
Hay otro caso emblemático. El primer día de gestión, se reunió la Mesa del Hambre. Debut y despedida. En un año la pobreza aumentó 10 puntos porcentuales (en parte impulsada por la pandemia y en parte por la inflación y la devaluación) y el hambre fue borrada de los discursos.
Describir con palabras crudas la situación del conurbano es motivo de descalificación desde lo más alto del poder y hasta de una actuación del Inadi, cuya titular, Victoria Donda, acaba de ser premiada con la extensión de su mandado luego de confesar que ofreció un empleo público a una empleada que la denunció por violar las leyes laborales.
Otra maravilla de la doble moral: el movimiento político que hizo de la agresión verbal un arma de destrucción de la convivencia, institucionalizó la persecución ideológica por intermedio de organismos del Estado. El mensaje es: solo se pueden decir las palabras autorizadas desde el poder o pagar la consecuencia con un linchamiento en las redes sociales. Hay suaves deslizamientos hacia el autoritarismo que son más peligrosos que las caídas abruptas.
Todo es según la pertenencia y la conveniencia del momento. En el norte, las comunidades wichis son reprimidas y sus líderes perseguidos por el gobierno de Gildo Insfrán. Es una política aplicada en Formosa desde hace años, a la que ahora se sumó el encarcelamiento en gimnasios de los enfermos de Covid. El que se contagia no puede quedarse en su casa; es llevado por la fuerza a un centro de confinamiento. Ya lo dijo el Presidente, Insfrán es un gobernador ejemplar.
Mientras, en el sur, los grupos mapuches radicalizados escindidos de su propia comunidad son amparados y subsidiados por el kirchnerismo. No es un detalle menor que el aval a quienes ocupan tierras ajenas (públicas y privadas) ocurra en provincias gobernadas por otros partidos.
Todo está a la vista. Pero negarlo puede ser más fácil y cómodo, aun para las víctimas de esas incongruencias.
© La Nación
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