Por Guillermo Piro |
En una escena memorable de Bajo el peso de la ley, de Jim Jarmusch, Roberto Benigni recuerda al modo en que su madre asesinaba los conejos con los que alimentaba a su familia. El método no era particular ni creativo, y sobre todo no carecía de crueldad: era más bien la manifestación de un saber antiguo, que como la cocina suele transmitirse de padres a hijos. Naturalmente, el relato de Benigni es gracioso, pero su descripción del método resulta siniestra por lo verdadera: los conejos efectivamente siempre se han matado así.
Se los acaricia largamente, dejando que descansen en el regazo, y cuando están muy relajados, cuando se pueden adivinar en ellos un placer similar al que experimentan los gatos (de hecho hay más de una coincidencia entre conejos y gatos, pero no es el momento de hablar de ellas), entonces, recién allí, se les da un golpe seco en la nuca. Lo que sigue después es una banal receta popular, con variantes provinciales, naturalmente, pero que en sustancia siempre da como resultado un conejo al ajillo. El punctum del parlamento de Benigni es a la vez el final abrupto que da a su intervención: a pesar de haberla visto tantas veces en el ejercicio de un acto tan sibilino y cruel, él ama profundamente a su madre. Lo sorprendente es que esa misma intervención de Benigni sobre los golpes de conejo concluye con un golpe de conejo, solo que aplicado a otro ámbito, al ámbito de la narración –oral en este caso.
El golpe de conejo es entonces, en la materia que nos importa, ese recurso que en la historia de la literatura tiene varios campeones, que consiste en saber introducir el final abrupto, inesperado, fatal, inmejorable, de un capítulo. Seguramente hay muchos exponentes notables de esta herramienta, pero yo no encontré especímen mejor que Louis-Ferdinand Céline. No todo Céline, o no en cualquier Céline: allí donde el golpe de conejo se vuelve un dispositivo hermoso y martirizador es en las dos primeras novelas, el Viaje al fin de la noche (1932) y especialmente en Muerte a crédito (1936). En el Viaje, Céline parece haber descubierto que el recurso le deparaba aplausos y sorpresas, pero es en Muerte a crédito donde consiguió llevarlo a una perfección apabullante, ensordecedora.
No hay referencias a los golpes de conejo en Conversaciones con el profesor Y –un libro de Céline del 55–, ni en las cartas a sus editores. Es como si fuera un recurso tan natural y sencillo que ni siquiera hace falta ponerle un nombre. Esa es una explicación. Otra podría ser esta: a diferencia de tantos escritores, no quiere compartir las instrucciones para escribir como él. Muchos lo hicieron antes, Raymond Roussel, para quedarnos en Francia, pero en su caso la transmisión de saber llevaba una trampa: Cómo escribí algunos libros míos está escrito con la generosidad, la tranquilidad y la conciencia del que sabe que no importa cuántos secreto devele, nadie podrá jamás imitarlo. Los artilugios de Céline, en cambio, son menos extravagantes: Roussel estaba completamente loco, pero no era un mal tipo. Céline era un escritor formidable, pero era antisemita y el más grande cretino de Occidente. Esas pocas diferencias son definitorias a la hora de poner sobre la balanza la posibilidad de compartir las propias tretas con los demás: ¿o acaso alguien conoce a un nazi generoso?
¿No será eso lo que intenta transmitir la escena de Benigni, ahora que lo pienso? Tal vez solo a una madre le está permitida la convivencia en un mismo ser del nazismo y la generosidad, la locura y el equilibrio, la muerte y el amor eterno.
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