sábado, 9 de enero de 2021

Gambito de dama

 Por Roberto García

Podría ser el correo del zar o la mensajera de la reina. Se debate entre las peripecias del Miguel Strogoff de Verne y el folletín de Dumas sobre las penurias de María Antonieta y su famoso collar. Ese parece el rol de una nueva correveidile: Fabiola, la mujer de Alberto. Según la leyenda actual, se ha convertido en un inesperado y envaselinado amortiguador entre el Presidente y su vice, lleva y trae postas de Olivos a Recoleta y viceversa, intenta tranquilizar a las partes.

Le atribuyen acción de viajera barrial en los atardeceres o a la noche, justo cuando su pareja dicen que copia a Churchill para reflexionar entre el humo de los puros y el alcohol estimulante. Duerme poco en comparación con aquel británico que solía gobernar desde la cama.

De ser cierta esta versión de enlace femenino, nadie precisa si Fabiola opera a favor de uno u otro o si transmite solamente el intercambio de instrucciones de las partes, gente inmadura –lo cual no es un rumor– por la incapacidad personal del diálogo. Para Cristina debe ser gratificante que una primera dama ocupe un protagonismo que no se limite a la beneficencia y la exhibición de vestuario; Alberto, a su vez, podría entender que su compañera de repente le retribuye un servicio de comunicación con Cristina que no consiguen, por ejemplo, otras damas de su confianza intelectual (léase Marcela Losardo o Vilma Ibarra).

También le sirve a la vice, se ahorra tareas con la presunta misión de Fabiola: no tiene que reprocharle en público a Alberto, guarda sus insultos, tampoco escribe cartas –ya una debilidad para culteranos de otra época–, evita gestores e instruye mandamientos. Una forma de establecer autoridad y reparar desvíos en una administración sin claridad de autorías. Algunos ejemplos: de Turismo no habla el ministro del rubro (Lammens), lo hace el colega Katopodis; de Salud explica más un advenedizo como Alberto en lugar del médico Ginés González García (quien, por otra parte, sigue en el cargo por la inoportunidad de desplazarlo en el medio de la pandemia, ninguno del dúo gobernante lo tolera); a Guzmán le rectifican las decisiones (jubilaciones, tarifas) luego de haberlas firmado.

A ese deterioro obvio se agrega otro: esterilizar el maratónico esfuerzo del Presidente para desmentir sus propias palabras, un compendio burlesco que va del tratado con Irán a la muerte de Nissman, de lo que piensa sobre su odiado Boudou a convertirlo en un “preso político”. Ni hablar de la promesa a los prestadores privados de salud de no intervenirlos o proteger su propiedad privada a convertirlos, unas horas más tarde, en descalificados intermediarios de esa actividad. Tampoco de sus contradicciones con el campo o la Justicia, a la que “tenemos que meter mano” (se supone que hay tres proyectos para afectar la Corte Suprema actual, por caso).

Pocas veces en la historia de la política se ha advertido un fenómeno de transformismo presidencial tan notorio o un método de corrección just in time: es que Cristina, con o sin Fabiola de mensajera, acelera su operación napoleónica de pelear en todos los frentes. Se le acaba el tiempo: a ver si la agarra el invierno en las puertas de Moscú.

Uno se entretiene con posibles cambios en el gabinete, hasta incluye en las especies el regreso de Daniel Scioli de Brasil –quien algunos fines de semana dicen que aparece en La Ñata–, soñando con la Cancillería (nadie apuesta por la continuidad de Solá) o Turismo. Pero la avanzada estructural de la vice planea sobre el Poder Judicial, el capitalismo de amigos (ella recibe y conversa con los expertos ganadores en “mercados regulados”) y la insistencia en un estatismo que, para los opositores más vehementes, se apoya en esquemas venezolanos o cubanos. Si fuera así, Cristina debería observar que los nuevos apotegmas de La Habana son la dolarización, gastar solo lo que se recauda, no vivir de subsidios o la necesidad de crear riqueza en lugar de destruirla, parecen algo más que un epitafio para la exportación revolucionaria del modelo.

Pero tal vez ella se desconecta de ese proceso en ciernes, de otra generación empoderada: sus vínculos son con lo que queda del geriátrico isleño. Aislada, así en lo externo como en lo interno, dedicada en este plano a perseguir el dominio y sin reservas del territorio bonaerense. Al mejor estilo Duhalde (hoy en EE.UU., sin datos al respecto, en compañía de Miguel Ángel Toma), cuando se suponía disuelta esa metodología de presión absoluta, sin discusión ni libre pensamiento. Trata de imponer en la provincia de Buenos Aires, a punta de intimidación y con el seguidismo placentero de Alberto, la hegemonía de La Cámpora encabezada por su hijo Máximo aspirando a la titularidad del partido peronista provincial. Copia a Napoleón también en ese ejercicio, como el emperador en su momento designó a su hermano Pepe Botella primero rey de Nápoles y luego rey de España.

Tamaño intento de poder provincial para nombrar candidatos en todos los estamentos desde una misma usina supone, por ejemplo, obligar a la renuncia anticipada de congresales y consejeros libremente elegidos. Unas mil personas. Debe estimar Cristina que el PJ no es un partido, sino una secta semejante a la verticalidad de La Cámpora. Pero el sometimiento religioso no lo logró Wado de Pedro. Fracasó también el mismo Presidente, quien había canjeado su propia nominación al PJ nacional a cambio del respaldo para Máximo en el distrito bonaerense. Se percibe en ese ámbito un sordo rechazo al “dedazo” del vástago en reemplazo de Fernando Grey (intendente de Esteban Echeverría), quien decidió pararse de manos y anunciar que no renunciará. “No me corro, me planto”, juró hace más de un mes y medio. Sigue callado para no enfurecer a los que ya están enfurecidos.

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